viernes, 7 de octubre de 2016

Grande Novedad


Desde hoy tengo mi propia APP!!!
Descargala gratis para leer todas mis obras!

jueves, 6 de octubre de 2016

Te he soñado desnuda

Te he soñado desnuda
en la isla desierta.
En la orilla fragante,
bajo de un cocotero
el amor renacía como el día primero
antiguo de la tierra
que cantara el poeta. 
Adán yo me sentía bajo el azul del cielo
y en el latido mutuo
de nuestro ardiente anhelo
solo flores y pájaros y floresta radiante
en un orfeón de trinos y gamas rutilante,
de flores encendidas a la vera de ríos
donde los pies desnudos bañar de escalofríos,
donde amar sumergidos en un frescor de aguas
de sorprendidos peces, de soledades grandes,
vacías de palabras
Y al despertar la noche en el azul del cielo
en la primer estrella leer nuestro destino.
el ofrecido cuerpo de la mujer más bella,
sagrada compañía para un largo camino.
Y cuando en la isla se hace de luz el nuevo día
renacer al amor bajo la melodía
de un despertar de pájaros
de un abrirse de flores
de un hacerse la luz
surtidor de colores.
Y repetir la noria de los días solares
de las noches sombrías en un rumor de olas
del amor siempre a solas
y en la luna cambiante
y el mudar las estrellas;
y en el pautado cambio de las 4 estaciones
repetir siempre nuevas, estrenadas y bellas
las primeras caricias, las primicias de un beso
el primer amor siempre, la primer flor del sexo.
Mas despierto del sueño, con el calzón mojado
la realidad su ceño desnudo me ha mostrado.
Por bella isla una cama
vacía, sucia, triste,
que la pluma al detalle describir se resiste.
Y para hacer el amor por bella compañera
a elegir de las dos una mano cualquiera.
Y el trinar de los pájaros, un crepitar estruendo
de fiera hormigonera detonando in crescendo.
Ante tal desengaño he tomado la pluma
para hacerle una higa a la mala fortuna
y antes que me olvidara del ensueño reciente
que despertó al engaño, del sueño incandescente
he tomado la pluma y este sueño he trascrito
y si luego lo olvido, mañana queda escrito.
y algún día con frío, desdén, pasión muerta
leerlo y celebrar a mandíbula abierta.
Y lo que desasosiego pudo causarme un día
me sirva para hacer jocosa una poesía.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Dos sonetos a la política de Zapatero

ALIANZA DE CIVILIZACIONES

Si yo voy a Sudán abro una iglesia,
Bebo tinto en porrón con mucho estilo,
Yanto en plaza jamón con refocilo
Y practico si quiero la eugenesia

En el mar desnudismo practicamos
Si vamos de bureo y de turismo.
Nos jalean topless y alcoholismo
Que nos hace sentirnos como hermanos

Y merced a esa alianza tan bonita
Cuando vienen de tierra tan bendita
Hacen boda de niña con anciano.

Toleramos el burka en la mocita,
Los clítoris podar al cirujano
Y nos damos un beso mano a mano



Los brotes verdes

Con brotes verdes el parao se alegra
Brotes salidos de un sombrero brujo
Del charlatán de siempre que sedujo
Con el rostro más duro que una piedra

Como el calé que vende rolex de oro
Chatarra pura para el simple primo
O el que encandila al mundo con el timo
Del trilero con el naipe del tesoro

Con arte similar, similar treta
Encandilan con suertes de embeleco
Al que empeñada ya hasta la chaqueta

Se agarra a un brote verde en verdad seco.
Y otros siguen mamando de la teta.
Con el brote cada vez ya más reseco

sábado, 27 de marzo de 2010

A una sirena con piernas de Afrodita

Nació en Fuerteventura –entre arenas y olas
Sangre guanche en las venas –con su belleza a solas
Nadie sabe mirar como miran sus ojos
Ni hay labios en el mundo como sus labios rojos
Hechos para los besos de mas pasión cargados
Que hacen por gracia innata virtudes los pecados

Labios que las sirenas envidian en sus mares
Las estrellas de cine de poses estelares
Las mujeres de mundo , las que van por la calle
Que ninguna la llega a la gracia en su talle
De mimbre, de juncal, de planta bien plantada
Un talle a la medida de cada madrugada

Pues que decir sus pechos, dos imanes de esperma
Tan prietos a la mano y ricos en aroma
Tan para ser comidos sin respetar cuaresma
Pechos de leche y miel y vuelo de paloma
Pezones tan sutiles en su punto erizados
En plan de desafío a todos los pecados
Y el rincón del ombligo, terso y duro y caliente
Que la pluma no aguanta a escribirlo doliente
Que decir del desgonce de tan bellas caderas
Tan redondas, pulidas y puro danzaderas
Sostenidas de muslos de cálida entrepierna
Donde el tesoro oculta un matorral cumplido
Un matorral rizado, acogedor cual nido
Donde poner los huevos cuando la primavera
Nos invita al amor y a perder el sentido
y acabada la loa en honor de la bella
El juglar que La canta –como premio requiere
Un vaso de buen vino – que en sus labios bebiere

domingo, 21 de marzo de 2010

Sonetos

AL VINO, A TODOS LOS VINOS DE LA TIERRA


Mana de la tierra, de su profunda entraña
desde el día milagroso que fue la vez primera
haciendo del otoño bacante primavera
con el hondo misterio de magia soterraña

Se inventó él solo, el vino, ni Baco ni Noé;
el solo en la madura banasta de racimos
ensuciado de polvo, de la tierra y sus limos
empezó su milagro: primigenio aguapié

y un pájaro de canto, de vuelo, de aventura
picoteando las uvas rezumantes de mosto
descubrió la alegría del otoñal magosto
y convirtió en canción los posos de amargura

desde entonces los hombres supieron del consuelo,
que mana la alegría y que apaga el dolor,
y pudo cada hombre ser pájaro cantor

y remontar al cielo, sin volar, desde el suelo
todo por fantasía y milagro del vino:
comprendiendo por eso que aquello era “divino




PRIMAVERA

Se derrite la nieve en las montañas
Y Santa Bibiana alarga el día.
Retumba en los sardones y en las brañas
la brama del venao terne y bravía

El macho de perdiz de sus entrañas
arranca el coreché con osadía,
se desvanece en cambio el avefría
y salen a la luz las musarañas

No para el ruiseñor su canto eterno
anunciando feliz la primavera
y diciéndole adiós al cruel invierno

Ya brotan margaritas en la era
y alegre y pastoril resuena el cuerno
¡ qué bien que la estación eterna fuera!

jueves, 23 de octubre de 2008

El difunto Manolito

EL DIFUNTO MANOLITO

El primer habitante de la isla que habló y conoció al castizo de los Madriles
Manolo y también Lolo, fue uno de los hermanos Vargas, el fotógrafo de los camellos disecados sobre los que los turistas montaban la ficción de un auténtico viaje en la nave del desierto, su encuentro duró una hora larga pues Manolito cuando arrancaba a parlar no le paraban ni los cañones de Navarone y los dos testigos que jugaban una partida de ajedrez y escucharon la conversación : José Nieto. Alias “Puedo”, el inventor del toreo en moto, y Francisco Gutiérrez, creador a su vez de la caricatura animalizada ,sacaron la conclusión de que el mayor fantasma del Foro, el mas elocuente gramático en “caliente”
El Puedo le definió con irónica condescendencia con una expresión que había aprendido en el trullo: Vaya , ahí tenemos a un peligro para la humanidad, y de los que se organizan ellos mismos el homenaje.

Manolito hablaba largo y antiguo que arrastra palabros que ya juguetearon en la pluma de ganso del ganso Quevedo, que hicieron de las suyas en los sainetes de D. Ramón de la Cruz , escuchó con delectación Benito Pérez Galdós, pulió con artificio de orfebre D. Ramón del Valle Inclán y llegaron vivitas a los finales del siglo XX coleando en el argot cheli y pasota sin olvidar su vocación presidiaria y gitana.

Manolito en una hora contó tantas grandezas de su persona , de su estatus socioeconómico y de su ascendencia ilustre, que da que pensar en la incuria de mala madre de España de que un hombre así no tenga estatuas ecuestres en plazas y glorietas
El Nieto, que no caía de su asombro y no se concentraba en el ajedrez, pudo oir del propio eximio cabayero que había sido campeón de España de lospesosmedios frente a “Mano de hierro”, en combate amistoso, matador de toros con el nombrete de “Niño de Vallecas”, gobernador civil de Avila ( donde en realidad había ostentado un cargo diferente: el de interno en la cárcel provincial), también oyo que era el mayor y mas
Reconocido chamarilero del rastro de Madrid.

En los próximos días Vargas y Nieto van conociendo nuevas facetas de tan ilustre persona : se le ve itinerante por las terrazas ofreciendo lotería – señal de solvencia
Económica para adquirir las series al contado. Cuando toma café con alguno de ellos
Y se dispara del boquino les sorprende que en unas semanas conoce la vida y señales de
Los próceres de la ciudad, del mundo de la noche, de los bajos fondos, secretos de alcoba y de herencias, inclinaciones sexuales dudosas, cuernos ocultos, tramas policiales y políticas , en la terraza del Guanche le ven con asombro ofreciendo lotería y
Conversando amenamente con Guerra el delegado del gobierno de Madriz .
Le empiezan a percibir ende meto m

Historias que un nativo de 50 años no había oído ni por asomo,el ha ratreado en una semana . Nieto el Puedo que sabía lo suyo lo cataloga como un avezado confidente policial de los que la bofia retribuye en metálico y en especie: dejándoles comprar
En plan pera o mover grifa pero sin pasarse
Les aparece siempre con nuevas historias: Ahí va mi Madre, resulta que el baranda
Del Apolo, el alemán ese de los acais malmiraos pierde aceite y el guaperas que tenía de encargao y que va de padre y de madre le ha chuleao la bolera por la jerol a cuenta de unas postales que le mandó desde Berlín postales que le han costao un ojo de la cara al
Mister: que le ha traspasao por 4 perras el local . Eso es ir por derecho al turrón, hay mas primos que ventanas, los julais van de dos en dos que lo dice el hijo de mi madre
El hijo de mi madre también iba contando su ilustre genealogía heráldica: pues no es na die mi padre ni na, con deciros que manda mas que Franco en España está to dicho ; con deciros que no le caben los títulos de nobleza en un palacio de mas de 100 salones
Está to dicho, ahora que ese me las paga, por esta – decía besándose los dedos cruzaos
Retiró a mi madre de querida que era la gachí que mas meaba en las Injurias, la puso cambrí de mi menda y luego se la pasó a un subsecretario y yo sin reconocer y llega la república y el cabrón de mi padre que se abre y mi madre se abre también y yo me quedo con mi abuela en una chabola de la Alhóndiga ayudándola a la busca y llega el sitio de Madrid cuando la guerra y bucábamos y no encontrábamos na de na. Menos mal

Que mi abuela me enseñó a no giñar mas que los domingos pa no botar la jala, argucia
Que llevo toda la vida ejercitando que cuando alguien me dice que hace del cuerpo a diario yo me digo : si será chalao, otro tío primo que tira el trapiño medio entero por el excusado, luego en los años del hambre fue cuando me metí a boxeador y a torero y gané un montón – montón de hostias , revolcones y cornás, mucho renombre vaya que si. Que al hijo de mi madre , mis mendas le conocen hasta las piedras de los Madriles
Montarme memonté cuando me lo hice en el trapicheo, yo compro de todo y no quiero saber de donde viene ni a donde va , mi menda es del Rastro y no hay mas que decir
Lo que hay que tener es aldabas con los barandas y tenía razón , se leveía a veces en el
Central tomándose los cafeses con algun miembro de la madam

No habían pasado tres semanas cuando en alegre conversación en la Glorieta de Fátaga con Nieto El Puedo”, que regentaba el negociete delos carteles taurinos : con el abecedario en letras de tampón ponía el nombre del comprador: Richard Andersom
Por ejemplo entre los otros espadas del cartel.Antonio Ordóñez y Manuel Benítez “El Cordobés”. Estaban en amigable conversación también 2 pintores y tres hippys del cuero y el alicate y uno de los hippys que cuando fumaba mandanga- que era siempre
Se volvía muy olfativo, al irse Manolito de Madriz soltó lo de : este tío uele a difunto

: Así nació el nombrete de “El difunto Manolito”, del que los que le trataron no dejaron de sorprenderse con lo que iban conociendo de sus mañas y ardides para nadar y guardar la ropa.El contaba las varias razones que le habían traído a la Canarias que por orden de importancia eran: quitarse una temporada de donde estaba mas visto de lo que conviene a un hombre de bien, disfrutar de la primavera en pleno invierno que hasta que no lo vió no se lo creyó, gozar de los cuerpos inmensos de las escandinavas que se contaba en la Corte que en cuanto les decías que eras de Madriz se te venían a la cama
y en una semana no las podía echar de la piltra(a esta creencia al revés que el clima
la había sustituido el escepticismo pues tras dos meses de merodear por la playa
bronceando la barriga de cuarentón , sonreir y piropear a las rubias gigantas desde su alzada de 1,60, ocultar la calva bajo un sombrero de playa y colarse en los bailongos
de puretillas alzado en botines de tacón cubano, no se había comido una rosca como Alfredo Landa de 50 tacos; la tercera motivación desu venida a ultramar era hacer las
Américas , como no había ido a la escuela creía que las islas estaban en el Caribe
Y para hacer las américas estaba dispuesto a apalancar cada duro que cayera en sus manos y al calcetín , para eso como no bebía ni gastaba en putas –que él iba de chulo
Grande –tenía que restringirse en la pitanza y el sobeo. Como era un sabueso –Mortadelo y Filemón a la vez enseguida rastreó un chupano guay por poco y nada
En la isleta contactó con un francés que currelaba en un cabaret del sur y regresaba a dormir a las 8 de la mañana : así en bigamia con una sola cama se apañaban los dos
Manolo la disfrutaba de noche y el franchute de día sin dejarla descansar y corrían a medias con los gastos del cubil de 10 metros cuadrados ubicado en una calle por detrás de la Puntilla. La jamancia económica la rastreó cuando se percató de que en los comederos de Selt-Servic de paga y come lo que quieras con buena voluntad- que aél no le faltaba se podía comer sin prisa pero sin pausa tres o cuatro horas a ritmo lento de digestión y de ese modo cargar el depósito decalorías para tres o 4 días , como además en todo ese tiempo daba para ir guardándose muslos de pollo en los picantes , en los bolsillos plastificados, bajo la faja ortopédica , eso suponía las calorías para otras tres i cuatro posturas, o sea que con 2 o tres pases a la semana cumplía y el resto era rumiar
Tumbao al sol en la playa , la digestión del cocodrilo y las perras de vender lotería y trapicheosvarios, diligencias y recadeos , al calcetín del buscante – que así se definía
El cabayero.

A la vuelta de un tiempo, como mas baqueano del puerto se consolidó en un sistema
De alimentación que aunque registro antiguo él perfeccionó con mucho arte. Como todos omuchos de los descubrimientos de lo sabios y muchos inventos- como en el caso de Isaac Peral el del submarino o Ramón y Cajal con el descubrimiento de las neuronas
También fue casual su introducción el el registro de “chulo de perros”. Todo vino porque un limpia del Pàrque que vendía cachorros cuando le parían las 2 perras de recría que tenía para el caso le cambió un número de la lotería del niño por un cachorrito canelo que acabó llamándose “Coco”.El Difunto Manolito paseaba con su perrito por las Canteras cuando un freganchín que salia de un restaurant a tirar la basura
Le dijo señalándole una bolsa : Maestro , ahí hay cantidad de comida pal perrillo, cogiól
La bolsa y así empezó una nueva actividad ecnómica de su vida: ay va mi madre, medios entrecoz y tiras de solomillos, recortes de escalopes y de pescao , casquería de pollo frito.......aquello llegaba bien a gusto para dos , aquel restaurante fue el primer cliente , luego vino al Jeremías ,el dueño del Jeremías era un gitano catalán de Reus

Tan exitoso empresario como buena persona : con frecuencia daba de comer a gente que se decía canino – ya fueran de verdad o carotas con segundas y con los perros era demasié; cualquiera que se acercara al Jeremías en compañía de un can podía llevarse una buena ración de desperdicios de calidad para su chucho. Y el Canelo le cayó tan bien al Jeremías que Manolito sin pasarse –tres o cuatro días a la semana – se dejaba caer en compañía de “Coco”y se llevaba muy buenas y abundantes tajadas y ya se sabe que el que pide por Dios pide para dos , asi se inició El Difunto en el nuevo registro

De hombre que está en el mundo y sabe cuidarse; ahora ya no necesitaba gastarse los cuartos en los sel-servis, con tener aceite en su mansión y bolsas de tomate canario de oferta resolvía el problema de la manduca. Como buen chulo de tópico ni que decir tien e que los recortes de solomillos iban para su menda y para “Coco” los sobrantes de estofados y guisotes. Con tan buenos principios se las prometía muy felices y como gran
Charlatán se fue de la muy en algún momento de entusiasmo corriéndose así el rumor
De sus mañas de proxeneta canino que de otro modo hubieran quedado en la intimidad
Mas la fama grande no le debía de hacer ninguna gracia pues cuando paseando con el perrito Nieto le presentó a un pintor y su parejita, los 2 franceses, como macarracán como la dama rompiera en aparatosas risas de júbilo Manolito en un arranque de 2 de mayo tiró de albaceteña y se fue a por el motorista torero, que corriendo de espalda como taurino se salió del ángulo de corte del chuleta del “Coco”.Avoz airada repetía
“ Ahí va mi madre, no sabeis con quien os jugais los cuartos, en la ribera de Curtidores
mas de cuatro saben a que sabe esta , refiriéndose a la picona , no teneis ni puta idea de qué voy por la vida ........

Con tales argumentos el rumor de la frase irónica de Nieto de al principio de la historia
Como “un peligro para la humanidad “ tomó cuerpo y el entorno en que se movía cambió el vacilón por un prevenido respeto por un por si acaso.
Después de todo lo de Peligro para la humanidad resultó cierto: por aquel entonces
Empezó a navegar en ansias con una gallega de la isleta , señora de un patrón de pesca
Que se pasaba 4 meses en los mares de Namidia persiguiendo pulpos mientras un pulpo
De Madriz le perseguía la honra y la fortuna . La gallega de buena baña le decía a Manolito que hasta no recibir el flechazo de Cupido recién ver su gallarda estampa
De Madriz era la mujer mas fiel del mundo y que él iba a ser su perdición , la galaica
Ya pasada la manopausia con un pié en la tercera edad quería despedirse de las galanterías del amor con un golfo de mucha labia cortesana como Manolito; este además de gozar de las carnes de una res madura comenzó también a saborear chuletones de ternera , tiernas piernas de cordero , pechuguitas de pollo ...con que

La señora acomodada y sin familia y también de buen diente pensaba incrementar
Las fuerzas naturales de aquel macho de las cañadas, cuyo fogoso temperamento no era mas que secular hambre atrasada. Manolito en correspondencia cuando la visitaba con cautela para no levantar infundios la llevaba regalitos: un perfume barato, una prenda femenina compraos a los chorizos con in décimo de lotería, incluso con miras mas altas
Contándole una noche que entre sus varios registros estaba también el de la pintura
Que practicaba en el estudio de un pintor en un hotel de las canteras, la sorprendió un día gratamente trayéndole un retrato al pastel sacado de la foto que ella amorosamente le dedicara y que le pintó en pago de recados y getiones de relaciones públicas el pintor de marras por supuesto con dedicatoria y firma de Manolito “Para mi duquesa de Alba
Que tanto me camela con pasión Manolito

La dicha dura poco y el amor es loco, el madrileño había perdido la chaveta y la gallega cautelosa sabiendo que su marido a no tardar un mes tocaría tierra , empezó a cavilar que una cosa es echar un buen casquete de vez en cuando y otra cosa dejarse arrastrar por el loco amor de un golfo que se la quería llavar a madriz poniendo agua por medio,por eso empezó a bajar la temperatura pasionaria cautelosamente y a plantear

Que una retirada a tiempo ( de Manolito) era una victoria, le aseguraba que ya eran la comidilla de algunas lenguas largas del barrio a pesar de su discreción; que su marido
Era tan fiero como un miura –y con razón – y capaz de todo con el que osara solo mirarla; en fin le vino a decirQue la cosa había ido demasiado lejos y que todo tiene un fin él la suplicó al menos una buena despedida , un homenaje merecido por los dos, ël trajo bebida y chocolate:la madera los encontró despelotados sobre una primorosa colcha escarlata, escarlata por el tinte de la sangre de los dos amantes, la hab´´ia propinao incontables puñaladas,30,40,50....., Ël también se había navajeao pero con menos contudenciadespués de todo tonto no era. Sollozaba abrazado a ella nadando en sangre y la fuerza de tres maderos se las veía y deseaba para desanudar aquel nudo de malsana pasiónde una adultera ocasional y un “ peligro pa la humanidad”

viernes, 15 de agosto de 2008

Historias de Catalina Park

Historias de Catalina Park

Javier Gómez Gutierre


© 2011 Javier Gómez Gutiérrez
ISBN: 978-84-614-9831-4
Depósito Legal: G.C.254-2011
Título: Historias de Catalina Park
Autor: Javier Gómez Gutiérre
Idioma: Castellano
Ilustraciones: El autor
Diseño de la portada: El autor
Impreso en España / Printed in Spain

Prólogo
En los años setenta cuando el autor de estas modestas páginas llegó al parque de Santa Catalina como un dibujante más de retratos y caricaturas, de los muchos que vinieron atraídos por la ola de prosperidad, se sorprendió al ver la variedad y riqueza humana que en él pululaba. Luego la lectura de la novela Catalina Park de Orlando Hernandez y las Historias de Puerto de la Luz de Leandro Perdomo, donde salen tantos personajes populares del pasado inmediato como El Ratón, el Mandarria, Maestro Pepe, Luciano y tantos otros me sugirió la idea de escribir sobre la vida y milagros de algunos personajes que por una causa u otra destacaban sobre la masa anónima de turistas, marineros y nativos. Desde la década de los sesenta hasta los noventa, el Parque de Santa Catalina, en el Puerto de la Luz de Las Palmas de Gran Canaria, fue un lugar de encuentro celebrado en todos los destinos turísticos.

La pujanza de este puerto franco, con su variedad de mercancías y oferta de precios bicoca, junto con la inviabilidad del Canal de Suez que coadyuvaba al obligado abastecimiento de barcos en el Puerto de La Luz, la sociedad del bienestar, la expansión del movimiento hippie y la contracultura, el mayo del 68, la píldora y la liberación sexual de la mujer caracterizaron un momento optimista y alegre del siglo pasado que se reflejó en un espacio urbano de terrazas al aire libre en pleno invierno al lado del mar.

Allí se encontraron en lúdica armonía, los turistas y nativos, los burgueses y pícaros, comerciantes africanos y marineros de todos los mares, rubias escandinavas y africanas de ébano, playboys y homosexuales, buscavidas, artistas, músicos y pintores callejeros que podrían tener un referente cultural parecido al del mítico zoco de Marrakech o las Ramblas de las flores de Barcelona o el antiguo Montmatre de París.
El autor de estas modestas páginas pretende rescatar y evocar el espíritu del Catalina Park y de la época, ayudándose de modismos canarios, expresiones chelis de entonces y términos de la calle y del caló de siempre.



Índice
El limpiabotas no tiene quien le escriba.........................7
El gato con botas.......................................................23
La leyenda dorada de Lolita Pluma............................31
La florista de la cuarta edad.......................................39
El canto que no cesa..................................................47
El abogado lustrabotas...............................................51
Psicoterapia de la Gestalt...........................................57
Un empresario de carnaval.........................................63
Un pintor territorial.....................................................69
La Baraca del Ayatollah.............................................79
Había un negrito del África tropical.............................85
La función de Pluma Roja...........................................89
El caniche mendigo.....................................................91
Los peligros de ser bueno...........................................95
El mercedes de Don Jerónimo...................................101
Una piba del Puerto .................................................105
El triángulo...............................................................107
Las tribulaciones de un sindi......................................117
El sanador filantrópico..............................................129
Los toreros de Catalina Park....................................135




El limpiabotas no tiene quien le escriba

Pepe, el limpiabotas de la terraza del Guanche, la primera viniendo desde Albareda, se consideraba la memoria viva de Catalina Park de todo el siglo veinte, y a los que mostraban interés, les enseñába un puñado de blocs viejos y les contaba:

—Yo como fui poco al colegio, escribo con faltas y no muy buena letra, pero aquí en estas carpetillas tengo a mi aire escritas un montón de cosas que pasaron aquí… son cosas de risas y cosas de llorar, historias verdaderas de marineros, tragedias que las hubo, si señor, de cuando la guerra y de antes y después, si le digo que no, le engaño, más yo creo que hay para unas cuantas novelas, de cosas pasás, de verdad de la güena, no fantaseos ni inventos, o sea historia-historia, la veri, vamos…

Pepe, como el Pijoaparte de la novela de Juan Marsé se juntaba poco con la gente de su gremio, que no bajaban de medio centenar en los esplendorosos años setenta. Tenía aficiones, modales y empaque de señor o lo intentaba, igual que hay señores castizos que se expresan, con mucha clase, a lo limpiabotas. Muy peinado para atrás al estilo Gainza, siempre de americana y pantalón recién planchado, solo la pata de palo le daba un aire de caballero mutilado por la patria o de pirata de Joaquín Sabina.

Pepe, natural de la isla con nombre de caballero de la Tabla Redonda—Lanzarote—de chinijo se afincó en La Isleta con su familia, y a no mucho, le aconteció la desgracia que determinó su vida. El rumor decía que como pibito travieso, se colgaba de la guagua con sus colegas y en una de esas le llevó una pierna por delante. Aquello marcó quizá su destino como modesto limpiabotas, aunque su firme voluntad de superación hizo de él un nadador fuera de serie, un adelantado de David Meca, cruzando repetidamente las aguas del puerto por las mayores distancias, sin temor al gasoil y nadando en mar abierto mas allá de la barra de Las Canteras, proezas que le valieron ser un precursor de los hoy llamados deportistas minusválidos.

Ávido por corretear mundo, encontró en el arbitrio de colarse de polizón en los buques, la solución para conocer Asia, África y América, sin apenas recursos. La primera vez se aventuró en un buque de carga y pasaje que hacía la línea Las Palmas-Cádiz:
—Allí preso que fui a acabar, si señor, preso, más me vieron un pibe sin malicia y me soltaron pronto. Como estaban de carnavales me lo pasé de abuten, no veas como se lo montaban los de las chirigotas, como se meten con la autoridad, con los ricos o los pobres, con el clero o con las mujeres, o los hombres… que le sacaban punta a todo…

Regresó como había ido—sin tarjeta de embarque—y ya con el gusanillo de la aventura en sucesivos periplos llegó hasta Senegal, Brasil y el Extremo Oriente. Nacido en la primera década del siglo veinte y con una vida entera en el Parque, conocía como nadie la memoria histórica de este.
—Yo he conocido el Parque con un estanque lleno de patos, que había algunos mataperros que ya se comieron más de uno, ya, y no veas tu cuando la primera guerra mundial.
—No me diga usted que se acuerda de todo —dice su interlocutor.
—Me acuerdo como si fuera ayer mismamente. Ay... los bisnes que se hacían aquí, todo eso lo he vivido yo y quien dice yo otros de mi edad, solo que yo no me moví del Parque en 70 años, en quitando los viajes.
—Bueno hombre, que usted no es el único que anduvo por aquí.
—Eso es verdad... pero es que yo por mi oficio hablo con los clientes y los forasteros y me preguntan y yo estoy enseñao a contarles cosas mientras les lustro, lo mismito que ahora con usted. O sea, que la misma cosa, igual la ha contao muchas veces.

Inclinando la cabeza a un lado, Pepe hace una pausa... después mira a su alrededor... y continua:
—Que le voy a decir, cristiano, me lo se de carretilla aparte de tenerlo escrito. Además... no es hablar por hablar... un lustrabotas se queda con muchas cosas que no se quedan otras personas. Me acuerdo cuando la gripe, del dieciocho, que vino con los barcos que traen igual lo bueno que lo malo. Y también por la necesidad, que a veces no atracaban como antes barcos con víveres que todo decían que se lo comían los millones de soldaos, y claro se pusieron unos precios que pa' que, lo que decían la carestía, que yo lo notaba en que limpiaba la mitad de calzao que antes.

En cambio cuando vino Primo de Ribera, la cosa se fue parriba otra vez, ya corría el dinero y sobraba el empleo, que es cuando yo me casé, si señor, en el asunto mío, si la cosas marcha o no, se nota enseguida; cuando vino la República no se cabía aquí, solo que la ilusión que había que era lo más grande, ya ve como acabó. Que yo, que no tengo ideas políticas, pero me gusta el orden y que manden los que saben.
—Pero hombre, yo creí que usted sería pues eso, como son en Madrid los limpias pues más bien de izquierdas.
—Pues yo ni de izquierdas ni de derechas, solo que pa trabajar y para tratar prefiero señores de verdad, que saben respetar y pagar bien el trabajo. Soy realista, y recuerdo lo que fue la guerra civil y no digamos dispués la posguerra, como quien dice ayer. Menudo jilorio pasamos, anda que no comí yo algarrobas, higos picos, plátanos y gofio de cualquier cosa y que no faltara, yo limpiaba los zapatos a gambulloneros que igual me salvaban el día, anda que no los hubo famosos, que si no es por el gambullón se muere media isla. O sea que es verdad que a los gambulloneros había que hacerles un monumento.
— Vaya que si, hombre.
—Si no hubiera sido por el trueque y las pacotillas, y tanto cambalache con los chonis… ¿de que hubiera podido yo tomar leche condensada, mi niño? Aquí se troqueaba en un santiamén mantequilla holandesa, caviar ruso, café de Brasil hasta por jiñeras llenas de alpispas tintadas de amarillo, pasándolas por pájaros canarios, la cuestión era comer caliente y quitarse de momento el jilorio, hermano. Hablando de pájaros me recuerdo la cantidad de fotografos de los de mira que va a salir el pajarito.

Tenía en memoria la lista de fotógrafos al minuto, metidos bajo la falda del trípode, retratando al soldado y a la niñera, al rocote con la putilla... al grupo de compadres metidos en tenderete… como contaba Pepe:
—Yo conocí y traté mucho a uno que vino de charlatán de los buenos, que luego como fotógrafo en el parque, subió tanto, tanto que acabó con un estudio de esos de primera, de categoría, en una calle principal:
—Le decían Capellanes El Sevillano y el tío era de todo, torero, cantaor, anarquista, naturista, vegetariano, abstemio de esos que no se hincan ni un pisco de nada de alcohol, y sobre todo, número uno como charlatán. Yo le lustré mucho las botas y le tuve amistad.
Según Pepe, de unos cuantos que brillaron con su elocuencia, vendiendo humo e ilusión en los años oscuros del estraperlo, la carestía y el hambre, casi todos con apicarado acento sevillano, ninguno como Capellanes. Hombre de mu-cha labia y martingala, se curraba los registros de lo que en la jerga del oficio les decían la subasta, el turrón y la confianza o haciendo la guindalera (pescar el dinero de los totorotas dando carrete como a los peces).

Contaba también de los que se hicieron con buenos monis vendiendo cortacristales irresistibles, exprimidoras de importación, relojes de gambullonero, dos al precio de uno, de señora y de caballero. O cuando vino la avicultura moderna y la demanda de pollitas de un día para las incipientes granjas y los maúros con inquietudes… ¡como se vendían como agua, pollitos por pollitas tres veces más caras! Eso si, levantando de rebote para Tenerife.
Variopinta quincalla, mantas inglesas, menajes de cocina con demostración vendían los charlatanes a tutiplén con el viejo engodo de los duros a peseta. Estos feriantes de la posguerra venían caninos1 huyendo del extremado jilorio de Andalucía, sabedores de que el puerto franco y el gambullón aliviaban un poquito los rigores del racionamiento.

Se mudaban como los comediantes de isla en isla cuando ya muy vistos, y algún estudio fotográfico y más de un comercio tuvieron su origen en la plusvalía generada por los pollitos travestidos en pollitas, los lotes de cecina de burro vendidos como jamón de Extremadura, figuras de nacimiento y estatuas muy vistosas, pero de simulada escayola, maravillosas pulseras curativas que solo curan el bolsillo del vendedor, crecepelos que solo acrecen la cartera del mercachifle. Narraba Pepe:
—A todos los géneros caducados o pasados de demanda o apolillados en los almacenes de los fabricantes y mayoristas los sabían exprimir bien el provecho los sevillanos solo con el cuento de predicar mucho y dar poco, mucha labia es lo que tenían, y si no, daban la negra al fabricante, lo que ellos llamaban al uso peninsular, el nazareno.

Su época dorada duró hasta fines de los cincuenta en que el personal empezó a pasar de escucharles con la boca abierta el palique de…:
"Distinguido público, aquí tienen la medaya de la Virgen del Pino en su camarín. El que la yeve con fe no digo que le toque la lotería del Niño pero los veinte iguales de fijo. Como Judas vendió a Nuestro Señor por un puñao de monedas yo voy a vender la medaya de su Madre, lo mejo der mundo, no por treinta dineros, ni por veinte, ni por diez ni por ocho: la medaya milagrosa de la Virgen del Pino con su cadena de oro alemán por un duro, que digo, por cuatro pezeta de na."
—¿La van a despreciar por cuatro míseras pezeta? —imitaba Pepe al charlatán.— Hay quien la quiera, hay quien le camele? Una para aquel señor, (el compinche tanga2), otra para el cabayero, esta para aquella señora, otra para el mozo (otrotanga), esta para el sacerdote y usted señor pobre (otro tanga), le doy la cadena, la medaya y cincuenta pezeta por un duro y usted se queda sin esa bicoca porque no tiene ni una perra gorda... y ustedes cabayeros, a los que si tienen duros en la cartera ¿que mejor regalo para su señora? Llegais a casa y os recibe de morros: "Te fuiste pa' un día y guerves a la zemana y con purgasione, palanquín, sinvergüenza, laja." Pero vosotro le tapáis la boca: "Caya, bobilina, que te traigo un presente…" y rápido le ponéis la medalla de la Virgen al pescuezo y capeáis el temporal.

—Cuando yo me casé, —remedaba Pepe al charlatán— me camelaba mi señora más que ninguna. Ahorita está con baña y fea, tanto como yo, que ya es decir, pero como soy muy católico, apostólico romano… y encima no me dejan cambiarla por otra, pues me jodo y me aguanto. Aprovechen que me quean solo unas cuantas. Se lo digo de verdá, de la veri, aunque llevo la tira de años viviendo como Dios der cuento, como los descendientes de Calleja, que viven de los derecho de autor de los cuento de su abuelito: otra por ayí, otra por acá, tome las vueltas y adiós… a Dios padre se le da un disgusto vendiendo a este precio o sea, regalando…

Todos los sermones de los predicadores se los sabía y los contaba Pepe imitando un algo, la voz y el estilo de los artistas del cuento y la palabra, si es que había alguien dispuesto a escuchar la retahíla de sus muchas historias.
Pero según Pepe aquel espectáculo callejero se fue acabando:
—La gente a finales de los cincuenta dejó de hacer corro a los charlatanes que lo que son las cosas, ver para creer, acabaron de objetivo fotográfico.
—Yo creo que usted Pepe exagera un poco, que charlatanes aún quedan por esos mercadillos de Dios.
—Lo que yo le diga, los chonis, que cada día eran más, y más, se lo pasaban en retratarlos, subidos en su silla, maleta o templete de madera (o sea el púlpito que decía el Capellanes) también retrataban a la chicha, medio animera, con los ojos vendados, que se dejaba caer de tiempo en tiempo y adivinaba por una ayudita de cómo les iba de bien a los familiares en Venesuela, al médico yerbero curandero que venía de Santa Cruz y tenía don, a truquistas, algún fáquir de esos que se jalan el fuego, o saltimbanquis, o talmente titiriteros de esos que les decían cristobitas.

En cambio el público, mayormente masculino—según Pepe—si se arrimaba al corro de las turistas era, en algunos casos de raberos3 que buscaban restregarse con las suecas, dándose incluso los carteristas rabinos, desviando la atención de la turista con el importuno roce sexual, para limpiarla el bolso o, los rabinos de ingleses rubios y despistados, que hay gente para todo.
Otros haraganes que antes mataban un rato escuchando al charlatán, nuevo en esta plaza, les dio por irse a la playa a alegrar el ojo, cuando no la cama con las nórdicas en biquini.
Entonces, según nuestro cronista, el parque pasó del fotógrafo del pajarito a los miles y miles de turistas con cámara, retratadores de todo y compradores de todo en los quinientos bazares indios que llegó a haber.

Fue un estallido de abundancia, un cambio radical, se multiplicaron las mesas de las terrazas del Derby, El Río, el Central, el Casablanca, el Guanche... en todo el espacio aprovechable para tal, siempre concurrido, pues también se multiplicó en extremo la afluencia de marineros, los japoneses, coreanos, chinos, rusos, nórdicos, toda la esfera....
Al olor de las perrillas dejaron la lluvia y el frío de Montmartre numerosos pintores de París a los que se sumaron los pioneros indígenas. A todos los tenía catalogados Pepe en sus notas de narrador silvestre. Destacaba un francés, de mucho carnaje, enjaretado de payaso, que se murió de repente haciendo una caricatura, un argentino exjugador profesional de rugby, doble de Van Gogh declarado, como una gota de agua a otra, que en regular retrataba al estilo del holandés.

Un hindú, de oscuras creencias atávicas, jugador de ajedrez, lo recelaba como la reencarnación del genio y cuando el artista se acercaba por su territorio, andaba con los cinco sentidos sabedor de que al holandés le daban repentes y cortaba las orejas al que le quedaba más a mano, incluso a si mismo si no encontraba otra oreja mas cerca.
Otro pintor retratista, muy colega de Pepe fué Valentín, por nombrete El Sordo, con su aparatito conectado a la oreja, su chapela a medio lao, aunque extremeño…de él contaba el limpia:
—Un día me acuerdo, cuanta gracia tuvo aquello, como llevaba siempre una pistola de esas de gas, de paranoico que andaba, pues que se discutió con el Alcalá, con el que se llevaba a matar porque se quitaban los clientes, el Alcalá le amagaba a las tripas con un cuchillo de comedor, ya ves, sin corte, pero como soplaba mucho el viento a la contra, el Sordo al dispararle se atrabucó de gas que se axfisiaba y le tuvimos que llevar a rastras a la casa de socorro.

Otro pintor friki fue un danés muy altaricón y desgarbadote, El Amariguanao, descalzo, con los zapatos en la cabeza a guisa de cachorro y colocadísimo de chocolate. No conseguía pintar apenas retratos pero si que muchos turistas le fotografiaran. Sorprendente artista, el francés Kunfú, siempre ataviado con el kimono de las artes marciales, cinturón negro, incansable e inagotable casanova, merced a su industria de llevar en el bolso de las pinturas un cohombro francés o un pepino español de gran calibre, fiel suplente en las obligaciones galantes, cuando por culpa de la neura se engatillaba, episodio frecuente según las habladurías de sus indiscretas partenaires.

No menos celebrado fue el Alcalá, a veces, emperchado con aire de bandolero de Sierra Morena, faja, patillas de boca de hacha, pañuelo al cuello, y faca de medio metro para inclinar al pago a los clientes indecisos. Mientras dibujaba el retrato del modelo en un velador del Derby o del Central… les chupaba las copas al descuído y usando de muleta el bastidor, les sustraía de los bolsos la tela marinera y si ya beodo se desvariaba de su modelo, y obnubilado seguía con el ojo de la mujer del modelo y acababa con el bigote del colega de al lado: la trinidad.en uno. Cuando alegaban que ¿qué era aquello? en un inglés infame les decía lo de los charlatanes:
—Tres for the money-money de uan y tumás surrealista laik Salvador Dalí, que más quereis?
—Yo, —decía Pepe— a Paco el Alcalá no le daba cuartelillo, al contrario, a los clientes les daba el santo de quien era el nota, que usando el bastidor que le decía, como la muleta los carteros, les choriceaba lo que pillaba en la mesa y si estaban en copas, mas chupao para él.

De los cientos de pintores que probaron fortuna por el parque no menos pintoresco resultaba el Pájaro de jaula, también Periquito verde, un pequeño charnego barcelonés, barbitas de verde gabán, pintor de expeluznantes goyescas animeras, que abocetaba el retrato cantado. Mientras retrataba vinagre de ron, atronaba ópera con muy buena voz.
Ninguno más original, sorprendente y heterodoxo que el italiano Lampeduxo, tranquilo y buen retratista, que, muy de tarde, cuando se le cruzaban los cables en lugar de ofrecerse a retratar se echaba a pedir por las mesas aclarando que no mendigaba para comer sino para pagarse un maromo que le echara un casquete, ante el asombro de los desconcertados por su insólita receta de espantar al burgués.
Y el mas digno de prestar atención por sus sorprendentes observaciones, el que le decían Pepín, un bilbaíno, mezcla de retratista, caricaturista y trotamundos a caballo de su Harley-Davidson. Pepín contaba y no acababa de cualquier destino de turismo de playa del mundo entero y aseguraba que en España ni en las terrazas de la Nogalera en Torremolinos, en las del Arenal y la plaza Gomila en Mallorca, en las de la ciudad vieja en Ibiza, ni en las de Italia y el Adriático, en las de Miami, de Malibú y de Hawaii en USA, en la de Acapulco y no se que en Mejico, en las del Mar de Plata y Punta del Este en Sudamérica, o en las deTahilandia o las islas del Caribe… y tantas mas en las que se había buscado la vida tanto en caballete como al paso,no había visto ninguna donde se diera la armonía lúdica y la bonhomía que en las terrazas del parque. Decía:
—No he visto sitio en el mundo donde beban en terrazas al aire libre tan naturalmente mezclados y relacionados los nativos, los turistas y los marineros, y más sorprendentemente los gays, diseminaos por todas las terrazas como todo el mundo sin concentrarse estilo gheto como es lo corriente en otros sitios y tan en contraste con la España franquista donde se les aplica la ley de vagos y maleantes. Tampoco he encontrado terrazas donde tanto empresarios como camareros acepten con tan buena disposición tantos vendedores marroquíes, de color, gitanas de mantelerías, retratistas, caricaturistas, músicos y faranduleros que en lugar de molestia como en otras partes forman parte del tipismo y contribuyen a dar un ambiente único q ue el turista vive e interpreta como algo pintoresco más que como una pesadez como en otros sitios incluído Marraqués, donde los vendedores se pasan.

Pero, como contar la movida de los pintores, los mimos, los músicos ambulantes, los faquires, los cristobitas, los hombres estatua, las gitanas de las mantelerías, los morenos de las estatuillas de madera, los magrebíes con la cesta del regateo, los calés con los omegas de pasteleo, los descuideros de mesa y velador, los camaretas fules, los mendigos, los tranquistas y tantos otros personajes que Pepe tenía en sus anotaciones, sería la historia de nunca acabar y aquí se relatan las vivencias del protagonista, volvamos a su territorio, la terraza del Guanche, restaurante selecto a la vez, donde predominaban las tertulias de señores, algunos decían que franquistas y afines luego al protonotario Blas Piñar y sus muchachos.

En todo caso, peces gordos de la milicia, las finanzas, la política, el turismo, armadores, gente así... eran los titulares de los zapatos que Pepe se dignaba lustrar, pues pasaba de la zona del Central junto a Ripoche, donde se arracimaban sus colegas siempre metidos en apuestas de juego o en vacilones y choterías, y con frecuencia vinagres de ron.
También pasaba si podía de zapatos turísticos y marineriles. No le seducía, como a algún que otro Alfredo Landa de la caja betunera, lustrar a la bella escandinava los zapatitos blancos desde una perspectiva que le permitía recrearse visualmente con las bragas o incluso en más de un caso, la ausencia de ellas.
Pepe, lustraba preferentemente a señores que a su vez le trataban como a un señor, y desde que se afianzó con ese tipo de clientela, se acabó el ir de polizón a Caracas a poner un ramo de rosas blancas a la tumba de su esposa, allí enterrada y fueron varias las veces que los señores del Guanche le pagaron a escote el viaje a Venezuela aunque en lo de llevar rosas a los difuntos ya se habia iniciado cuando en agradecimiento al doctor Fleming por salvar a su mujer de una tisis galopante con su penicilina, ya había navegado hasta Londres a ofrendar un ramo de rosas blancas en el Museo Fleming.

El limpiabotas, mediados los ochenta vio venir, como todo el mundo, el derrumbe de Catalina Park y en mayor o menor escala toda la zona del Puerto de la Luz y Las Canteras. Se fueron cerrando bloques de apartamentos, hoteles, hostales, salas de fiesta, cabarets, cafeterías, bares, restaurantes, comercios y bazares…
Los canarios del Sahara que venían de belingo y parranda con mucha plata, currantes de la cinta de fosfatos, se habían acabado con la Marcha Verde. La historia de los barcos que el Canal de Suez cerrado obligaba a repostar en el Puerto de la Luz era ya hacía tiempo eso… historia.
La flota pesquera japonesa se había desplazado a Agadir y al desaparecer el Puerto Franco se esfumó el paraíso de las gangas en peletería, joyería, tabaco, alcohol, y también artículos de electrónica, informática… y desaparecieron los peninsulares que venían aún más atraídos por las novedades y precios del bazar hindú que por la oferta de playa, sol y drinki.

Pero lo que acabó de dar la puntilla al parque fue la eclosión de la heroína como artículo de primerísima necesidad—más que el pan o el gofio—para un numeroso sector de la juventud.
Por su condición insular y alejada, las islas fueron el último reducto del país en enterarse la juventud de que la heroína no era precisamente Agustina de Aragón, tanto es así que funcionó durante varios años como una especie de centro de rehabilitación al aire libre donde venían de Madrid, de Cataluña, del País Vasco, jóvenes adictos huyendo del jaco, y eso marchó mientras los camellos disparando4 papelinas regaladas como confites de bautizo no lograban hacerse una clientela de enganchados.
Al fin el caballo derrotó a la anfeta, al chocolate y al LSD y pronto el patentado y sui géneris tranque canarión a los turistas y marinos simulando una maña de lucha en el terrero, derivó en violentos tirones a pié o en buga, a palizas de tres contra uno nada gratificantes, a coreanos borrachos molidos a patadas que defendían su peculio destripando a veces a algún sirlero5.
Los mariquitas, turistas o nativos dejaron de lucir cadenas de oro porque se las habían quitado o para que no se las quitaran.

Nativos entrados en años, sufridores de asaltos y zurras, además de tintarse las canas iban incluso, algunos con un naife en la mano, por si las moscas, naife que solía acabar en la mano de los choros, incrementando su armería. La novedad de la droga, la celeridad en propagarse, su alto precio en el mercado, las ansias del mono, multiplicaron los delincuentes callejeros por diez, no faltando en el gremio el abogado o funcionario enganchados, el expicoleto expedientado por jacoso, la hija feladora del laureado general o del magistrado respetable, o maderos expulsados del cuerpo, tipo Torrente, arreando tirones.
El cambio de las estructuras férreamente represivas de la dictadura, con la incongruencia de seguir en los cuerpos de policía, funcionarios, coleguitas ideológicos de Tejero, se tradujo en cierto pasotismo policial que podía interpretarse como incomodidad y desacuerdo con los rotundos y necesarios cambios que traían los de la rosa, como los masivos indultos penitenciarios del ministro Ledesma que botaron a la calle miles de chorizos incluídos los violadores compulsivos de niñas.

El limpia; más bien escorado a la derecha, de toda la vida, lo explicaba a su modo:
—Los jacosos esos que se pinchan se las saben todas, se dan un camorrazo contra la pared, y con una ceja rota y un ojo morao piden que venga su abogado de oficio y le quitan el uniforme al madero que se pasa un pelín, que aunque la gente exagera en eso de que entran por una puerta y salen por otra, algo de eso hay.
Por si fuera poco el sida vino a empeorar la situación. Los agujeros negros de la calle Andamana, la zona del Jockey y del Villarreal, antiguos bares tranquilos de señoras de la noche, la calle Joaquin Costa y los aledaños del hotel y apartamentos Astoria, se volvieron miniBoverys neoyorquinos. Cualquier nena cadaverina, de transparencia anoréxica y brazuelos cosidos de moratones te podía sirlar con una chiringuilla sidosa.

En el parque sentó sus reales escapada diez veces del hospital un travestí, la Paca de Guanarteme que corría más de una madrugada a parranderos nocturnos jeringuilla en ristre y por suerte, como terminal, sin alcanzar a ninguno, hasta que amaneció tiesa entre las florecillas de un parterre, una cobra de cristal jincada en el brazo.
Casos de ese estilo, nada infrecuentes. Fogueos en Ripoche, plomazos en el bar Megusta, muertos de bala en la cervecería Ámsterdam, fiambres orientales macheteados en el Volcán, el bailongo de putas y coreanos. Muertos más frecuentes de lo habitual en un pasado idílico y jolgorioso que algunos dieron en llamar los felices setenta.
Las terrazas pusieron inútilmente guardias de segu-ridad pues los chorizos caían sobre los turistas cual cigarrones. El hotel Tigaday cerró, hundido por los tranques de bienvenida en la misma recepción.

Muchas putas coquetas, bien empertigadas y enjoyadas de oficio, tornaronse espectros, por sombra, un esqueleto, errantes por las calles, escuálidas, desgreñadas, tan enmonadas y ciegas como para ofrecer una felacio sin percepción de género, a las benditas señoras que salían de misa de la iglesia de San Pablo, o, sin percatarse, a los maderos uniformados de la comisaría de Miguel Rosas. Los años ochenta y siete y ochenta y ocho, posiblemente fueron los más ruines.
El miedo mató a la noche. Cada vez más canariones de la ciudad alta dejaron de bajar al Puerto y al Parque. Llegó un momento que de treinta salas de fiesta no quedó abierta ninguna. Cerraban las güisquerías, los puticlub, los bares de alterne; las barras americanas. El sida traía una ¿saludable? y prevenida epidemia de castidad.

Las turistas, antes tan románticas apasionadas con el apuesto nativo, tan amigas de un buen revolcón en la playa, de cobijar en la noche, con rumor de olas y titilar de estrellas, se hicieron de la cofradía de Santa María Goretti, las dio como una especie de postvirginidad con efecto retroactivo. Todo había cambiado y no para bien. Como dijo alguien de la época al Puerto no lo conocía ni la madre que le parió. Aunque fenómeno general en todo el país, más agudo por contraste, en un espacio que había sido el edén tropical más cosmopolita como invernadero de toda Europa, rusos incluidos. Al tiempo, la crisis de seguridad se controló, los jacosos ya en las Chacaritas o en el colegio, o reciclados en casi respetables ciudadanos, se amansaron buscándose la vida de camellos, de chaperos, de aparca y limpiacoches, de vendedores de clines, o con la busca de lo que bota la sociedad de consumo, y el trapicheo.

Las fuerzas de orden público se habían adaptado al cambio democrático, las aguas volvieron a su cauce pero los turistas siguieron prefiriendo ya, el sur sin panza de burro y el despelote crapuloso de las dunas de Maspalomas. Y las terrazas del parque permanecieron semi desiertas, pese a los músicos animadores y los seguritas. Desaparecieron la mayoría de los quioscos, las numerosas mesas de artesanos, bisuteros y talabartes se esfumaron. Los pintores al óleo del Montmartre tropical en la Glorieta de Fátaga y los caballetes instalados de los retratistas y caricaturistas desaparecieron. De la terraza del Guanche desertaron los próceres, el restaurante se cerró. Pepe, sin clientes, aunque jubilado ya de antes, se entregó de lleno a su afición de siempre por el ajedrez y el dominó.
A algunos de su confianza les enseñó sus apuntes sobre la historia del siglo veinte en el Parque. A veces proyectaba formar equipo con algún periodista que ordenara y adecentara en buena prosa la vida y las anécdotas acumuladas en sus notas. Contaba:
—Yo en los años cuarenta le limpiaba a veces los zapatos al escritor y periodista D. Leandro Perdomo, que estaba muy interesado en escucharnos, decía, a los que teníamos mundo por estar todo el santo día en la calle. Era un hombre que se quedaba con todo lo que le parecía interesante para luego ponerlo en los papeles, en los artículos e historias que escribía sobre el Puerto, que hasta sacó libros sobre todo esto. También le limpié los zapatos a otro grande de las letras canarias, Orlando Hernández, que tanto le gustaba escuchar anécdotas de Lolita Pluma y de otros personajes del parque…

Ahora en los noventa pensó que podría interesarle a un gran periodista represaliado por el franquismo—que le había sacado varias veces en sus columnas periodísticas—ironizando sobre su discreta inclinación a la derecha, incluso -bromeaba- a la hora de esmerarse más según de que zapato se trataba, pero parece que se quedó en proyecto de un pequeño Novechento frustrado. Llevaba, sin orden ni concierto, bien a lápiz o a bolígrafo, fajos de páginas arrugadas con regular letra y mediana ortografía donde, contaba:
—Aquí tengo yo la historia de un siglo del parque y de un montón de gente extraordinaria y pintoresca que pasó por aquí y que muchos, por ley de vida están ya muertos… ¡a quien no he lustrao yo los zapatos! A cientos de famosos, desde a Carradine el de las películas de Kunfú y el Pequeño Saltamontes, y otro que se llamaba Constantine hasta al Rubio de Arucas cuando anduvo por aquí antes de entregarse y no se lo va a creer, al pobre Corredera que ya en busca y captura se venía por aquí a divertirse como un valiente y era un hombre muy correcto, y lo que son las cosas a un nieto del generalísimo Franco que anduvo un tiempo por el parque, cuando destinado de militar, todo un caballero, al marido de Paquita Rico, a un profesor universitario de Madrid que se llamaba Aranguren, una eminencia de filósofo, al mismo Estudiante de la serie de televisión de Curro Jiménez y a su mujer, al Pescadilla el marido de Lola Flores,, al cómico Cassen y al boxeador Legrá, todo un caballero, al gran pintor, grande en todos los sentidos que gastaba yo creo los sesenta de zapatos, no he visto nunca zapatos mas grandes y que me gastaran tanto betún, me refiero al canarión Julio Viera, cuando volvía a su tierra desde París.

Al artista de cine Fernando Fernán Gómez, de pocas palabras, al empresario de la plaza de toros que montaron en el Tivoli, que le decían Nacional, matador famoso de la postguerra…al famoso Heraclio, el Pollo de Arrecife, otro gran caballero, al mismísimo Alfonso Guerra, el mayor talento republicano de la historia, y tantos y tantos …solo que yo necesito alguien que lo ponga en limpio y con estilo de libro, y yo, que voy a hacer, si soy medio analfabeto.
Pepe voló por última vez a Venezuela a llevarle las rosas blancas a su señora q.e.p.d., ganó muchas partidas de ajedrez y de dominó, presidió animadas tertulias, y un día salió en los papeles por el más inexcusable de los motivos. Había dejado este mundo—pero por lo menos tarde—pues andaba más cerca de los noventa que de los ochenta. Sus historias quedaron inéditas pero al menos algún tiempo después la prensa destacó que la autoridad competente había honrado con su nombre a un parque recoleto en la costa del Confital, romántico y apartado, propicio para los achuchones de las parejitas.

1. muerto de hambre; 2. reclamo; 3. acosador sexual en los apretones;
4. pasando heroína; 5. navajero.



El gato con botas
Aunque no un cliente de la élite del Guanche, pero que sobrándole dos duros ya estaba gastándolos en lustrarse los calcos; era el Granaíno, más conocido en su círculo como el Gato con botas.
Que bien los nombres ponía el que puso Sierra Morena, a esta serranía cantó Petronio Machado. Eso mismo se podía afirmar del que con tal nombrete felino, bautizó una madrugada de tenderete etílico en La Madrileña al artista granadino, perdedor nato y pelirrojo incandescente, itinerante por las canteras y las terrazas del parque, a la busca de quien se dejara retratar.
Le bautizó así Don José el Marsellés, que por supuesto ni tenía don ni era de Marsella. El bautismo arraigó bien y a las dos semanas en el mundillo farandulero en que se movía ya nadie le conocía como el granaíno, sino como el Gato con botas.

El Gato era un pintor mas metílico que etílico, la jerol1, una fotocopia en color del genio holandés, jariento y pecoso como él. Iba frecuentemente en bermudas, las flacas piernas al aire, embutidos los pinreles2 en pesados y sonoros botos camperos de media caña, siempre bien lustrados.
Al uso golfo, al resguardo del boto zurdo llevaba los colorines, el tabaco, la petaca de privarse3de ron. Por las punteras comidas, bajo el lustre y el brillo, asomaban los pinreles como en sandalias. Los ojos grandes y grises, alucinados, evocaban el felino de la fábula.
Curiosamente no maullaba ni se subía por las paredes y se desconocía su repuesta a la vista de un ratón, por eso el sarcástico y mordaz Liáñez de Remolina, dibujante de las Asturias de Santander cuando se colocaba le decía:
—Tenemos que soltarte un ratón para ver por donde sales…
El Gato con botas, que en eso no desmerecía, dormía en obras, en portales, en las desfondadas barcas de la Puntilla, buscando el confort natural en la vida moderna, al margen de la sociedad de consumo.

Pero, si le sonreía la fortuna se hospedaba en la renombrada pensión Jeremías, más, sin fundamentos de inglés y con presencia nada gratificante; de los pintores al paso que ofertaban un retrato al pastel por las terrazas, era el que menos perras veía, aunque no faltaban críticos que le consideraban el número uno—más ya se sabe—ser simpático y guaperas ayuda mas a vender que el buen hacer: la venta aunque la mas baja es la primera de las artes.
Nuestro hombre, sus menguados ingresos los destinaba a copetines, chupitos de licor o botellones del super, y no por vicio, sino para quitarse la tembladera y así poder pintarrajear y medrar y subir en la escala social.
Mas dado era a eso, a pulir sus ingresos en buchadas como Modigliani, que en vicios ordinarios y groseros de burgueses, como el papear caliente por ejemplo.
El señor Don Gato, iba del último romántico desorientado de siglo. Su palmarés frente al aburguesado mens sana in corpore sano, se honraba con dos pulmones agujereados como queso gruyere, que le ponían a veces de rojo y grana el boquino. Tampoco le ayudaba, que sin conocer la obra del icono etílico, Modigliani, le salían los modelos bizcos—incluso bizcaínos como al italiano.
Lo que en los medios de la alta cultura parisién denota genialidad pura, como la boutade de Picasso a los contrariados modelos: "Y ahora, a parecerse." Eso, en las terrazas del parque, con unos chonis de poco caletre, y además programado, a que un retrato debe parecese algo… ¡lo que es la ignorancia!

Y si se trata de una retratada, pues que no le hace ni puta gracia la bizquería, por muy parisién que sea. Esa genialidad involuntaria no le favorecía nada. De pronto en un trabajo inmejorable de parecido y de luces, de sombra y de color, surgía espontáneo el estrabismo en un hermoso rostro ario, de hechiceros ojos verdes: la nariz, la boca, tan cabales, pero de pronto una pupila se le reviraba genial e ingobernable, y explícale eso a un metalúrgico alemán de doce arrobas, con alma de maruja prusiana y con sinsentido del humor hitleriano, kantiano, y kakkiano.
Alguna vez el trasegado de cerveza de turno le zarandeó por sacar a la dama de sus tocamientos con tan acentuado estrabismo, a punto de llevarse un buen cachetón.

Nuestro artista, en esas situaciones, sin instintos pugilísticos, con las manos superespecializadas en manejar copetines y lápices, se defendía como los equinos contra los lobos, dando coces con los botancones errados al estilo campero salmantino. El Gato, que al ser pequeño, algunos, para acabarla de joder, le decían el gatito, de vez en cuando tenía un golpe de suerte y dormía entre blandas sábanas de Holanda, rodeado de gentilezas y atenciones. Era cuando le venía una vomitina sanguínea y le ingresaban en el hospital de San Martín, donde la mayoría de los que entraban ya no salían por su pié.

Allí en un ambiente de asepsia, de limpieza excesiva para un bohemio de su envergadura, engordaba como un cerdito de los cuentos infantiles. Sujeto pasivo de homenajes de monjas y enfermeras, alguna le manumetía a lo tonto en las mudanzas de sábanas, por ser lo mas juvenil, apuesto y lozano en aquel despenadero de carrozas. Allí, el de las botas, se ejercitaba en el arte de mover el bigote, dándole a la olvidada manduca, motor de todas las artes.
Cuando respondía bien en los análisis le daban de alta para hacer sitio a otro precadáver, él, seguramente por su pié, o sea por su bota, no se hubiera ido por el momento, tan a gusto estaba emborronando cartulinas que solícitas monjitas y amables celadoras le proporcionaban.
Tomando apuntes desde su catre a todos los valetudinarios, tan expresivos en la decrepitud y el deterioro de la puta vida, también a las lindas enfermeras que posaban en una pausa de su trajín, al escuchimizado doctor con inquietudes artísticas que veía en la bizquera un trasunto de genialidad.
Para más satisfacción, cuando se despistaban monjitas y enfermeras, momentos escasos y sublimes, se colaba, sigiloso ratón, en la enfermería y mezclando media de agua y media de alcohol hospitalario, se preparaba unos whiskis de dios nos libre y en vaso grande; cual rey de copas. Con ellos recuperaba, incluso incrementaba las ganas de vivir y de beber, que venía siendo lo mismo.
Pero otra vez en la calle y sin dinero, nuestro protagonista, soñaba con su ciudad natal, donde el que es ciego no ve, según reza el verso en el azulejo de una plazuela del Sacromonte.
Soñaba con montarse un estudio en el Albaicín, donde raciales gitanas de embrujo cañí vinieran a posar para él, en sin bragas, florecido el cabello de claveles de olor, y emular a Julio Romero de Torres—el que pintó a la mujer morena—sino en lances de cama, al menos en lances de pincel.
Quería regresar a sus recoletas callejuelas árabes, rumbear por el laberinto de cal y soles del Albaicín y volver a sorprenderse entre el rumor de surtidores en la Alhambra como cualquier turista, pasear junto a las murallas y torres de la Alcazaba, beber por las tascas del Realejo y contemplar con ojos de artista la fachada de la Catedral de la Encarnación o de la Capilla real… más nunca lograba que el peculio que escondía en la bota, engordara lo suficiente para un billete de barco y navegar a tierra firme, lo que él en el parque oía nombrar la Península, y en términos poéticos Godilandia.
Ya iba para tres años en las Palmas: le trajo el rumor de que allí ataban los perros con longanizas. El constataba que a los gatos al menos no. Antes, en los veranos de Torremolinos se había defendido mejor, instalado con su caballete en una concurrida terraza de la Nogalera.
Pero el cruel invierno le había llevado como a tantas aves migratorias a volar al África.
En el parque se encontró con la eterna primavera rebosante de turistas, pero también, con que empujados por el pelete de carámbano y helada, de París, de Londres, de Roma una nutrida avifauna de artistas invernaba en el Parque derivando en un excedente demográfico en cuya pirámide de naipes, él era el primero en sobrar.
Y en esas noches en que no le llegaba para sobar en las pensiones del Rayo o el Jeremías, la Palmera o el Ibiza, o al menos conseguir una piltra compartida por el sistema de aprovechamiento intensivo: el día para ti, la noche para mi. Una noche de esas en que se le había secado la petaca de whisky y estaba locuaz y enralado, le propuso al alma del parque, al mismísimo icono de Catalina Park, la reina y señora de los gatos y las gaviotas, Lolita Pluma, dibujarle unos bocetos para pintarle luego al óleo de cuerpo entero, con su vestimenta de gran señora de los hippies y titularlo la reina de Catalina Park. Luego, presentarlo a un concurso de pintura que cada dos años convocaban en la vecina isla de Tenerife—el pobre ignoraba el modesto éxito oficial que allí tiene lo que procede de Las Palmas.
La propuso que si ganaba el Primer Premio o el segundo, irían a medias: ella ponía la imagen y él la mano y eran muchos miles de pesetas el montante. Una noche la hacía un boceto, a los pocos días otro; un tercero un guiri mirón se encaprichó del dibujo y se lo compró, y ellos repartieron al fifty-fifty como buenos colegas.
Detrás de la glorieta de Fátaga, un tal Acaymo, pequeño acuarelista también acusadamente vinagre, escapado del cuento de Blancanieves, bebía de ocupa en una barraca de tablones, abandonada por los carpinteros de ribera que allí calafatearon en tiempos felices. En el chupano de Acaymo, posó Lolita con uno de sus diseños de gala, su cesta llena de flores, su cara maquillada de rojo, de verde, de canelo, de azul, como una sacerdotisa de los Dogones, o un Charlot femenino en tecnicolor.

Acabado el cuadro y embalado, lo mandó al concurso de Tenerife. Ni que decir tiene que viniendo remitido de las Palmas y tratándose de Lolita no pilló premio.
La vida siguió su rumbo, la señora de los hippies a lo suyo, ofreciendo a los turistas sus flores y sus chicles, o alguna postal con su imagen de souvenir, y el Gato con botas de gira por la Playa del Inglés sin que por cambiar de lugar cambiara su fortuna al no mudar sus costumbres.
Cuando regresó al puerto, una noche, presenciando envidioso como Lolita repartía perritos y hamburguesas entre los gatos del parque, según su noble costumbre, lamentó que a él no le tocara nada a pesar de su ya asumido nombrete quizá por no entender de maullar y andar a gatas.

Esa noche cambiaron impresiones y salió a relucir lo de su vuelta a la patria chica, donde quizá la fortuna le fuera mas propicia. Le faltaba para cumplir su sueño, lo que al noventa y cinco por ciento de las personas que están en el mundo: el parné, la puta pela, el líquido imponible e imposible, el moni, el mejengue, la pasta gansa, la pastora o pastizara, las sábanas verdes, la tela marinera, el turrón, el sonacay, la guita etc, el escurridizo traidor de los mil nombretes… Y no lograba juntarlo en tres años. Había recurrido a la Beneficiencia, al Gobierno civil, al Cabildo, a Cáritas Diocesana sin recibir respuesta positiva y Lolita, la anciana de ochenta años largos que andaba todo el día de velador en velador intentando vender unos chicles, ya que fallaban la Beneficencia y los organismos oficiales, los centros de promoción y mecenazgo de las artes y el apoyo familiar: ella no iba a fallar.
—Chacho, ese moni que tienes es poco y nada pero con otro poquito que te voy a dejá yo, juntas pal biyete en la Transmediterránea, mañana nos vemos aquí.
El mozo, que aunque no muy boyante, lo era, protestó avergonzado como hombre en las antípodas del chulo que se deja querer.
—Yo no puedo aceptar eso, perdone, usté es una modesta anciana con pocos recursos, una señora muy mayor.
Oirlo Lolita y subirse por las paredes fue todo uno:
—Chacho, le dijo enfadada— Yo soy mas piba que todas esas guiris que sacan los muslos al sol, yo soy de Arucas, criá entre plataneras, con gofito del deantes y lechita de bayfa, yo tengo la moral de una pibita, los años no cuentan, carajo, es el espíritu lo que vale, Mañana le veo por aquí, oyó osté, y no me falle que le doy un cachetón…

Al otro día, Lolita divisó al artista, peripatético e itinerante, buscando en vano un turista que quisiera un portrait. Se acercó a él y apartándolo detrás de un quiosco, desenvolvió una servilleta de papel que se sacó del pecho y le obligó a coger los billetillos arrugados que allí guardaba. El artista se resistía pudibundo, y ella le obligó a cogerlos lanzando sonoros tacos. El gato con botas protestando con vivas reticencias pero sin amargarle el dulce, al fin se avino y se dejó querer, y lo que no podían o no querían resolverle la familia, los amigos y conocidos, los bancos—es broma—los organismos oficiales y las instituciones benéficas, se lo resolvía la cuarta edad: una anciana minifaldera y coqueta, sin jubilación, que intentaba hacer unos ahorrillos para cuando fuera mayor y se viera impedida de vender al paso, ahorrillos conseguidos en la frontera de la mendicidad a base de performance, labia y mucho arte.

Aunque con fama de ayudadora, de dar cuartelillo a los más maltratados por la vida que ella, también pudo influir un algo, que la mano que le echó al granaíno naciera de la misma pulsión inconsciente que la llevaba a dar calor, caricias y alimentos a todos los gatos vagabundos que merodeaban por el parque. Después de todo el artista aunque, demasiado humano, visto de un modo surrealista era un felino más, el felino con botas, sombrero y gabán del cuento de Perrault.

1. cara; 2. pies en caló; 3. emborracharse.



La leyenda dorada de Lolita Pluma
La señora mayor que socorrió al Gato con botas, enfermo y sin un céntimo, fue durante muchos años, leyenda viva de Catalina Park y muerta tan legendaria como en vida. Una de las terrazas del parque lleva su nombre y en sus murales prevalece su imagen representada en diferentes escenas. No mucho más lejos, en dirección a la calle Albareda se perpetúa en bronce antiguo rodeada de sus gatos, aunque por incuria de los ediles correspondientes sin un buen pedestal y al lado de la antigua fuente donde se retratarían los turistas de la nostalgia como souvenir. Y entre los fantasiosos y fabuladores costeros de la pesca, a su muerte, corría como cierta la historia de que guardaba en el banco… ¡cien millones de las antiguas pesetas!

Fue protagonista de poesías y novelas del escritor. Orlando Hernández. El gran dibujante y caricaturista Martínez publicó repetidas veces la imagen de Lolita en la prensa
Ha sido llevada repetidas veces al cine, al teatro y en una exposición colectiva cincuenta artistas la interpretaron de cincuenta maneras distintas: surrealista, impresionista, expresionista, idealizada, cubista, en caricatura, en blanco y negro, a todo color, en relieve, en collage, en expresionismo abstracto… en minimalista, en arte pobre… Los artistas del Parque la dibujaron cientos de veces por encargo de los turistas, lo que sugiere que debe de andar en muchos comedores de Europa colgando de la pared.
Aunque pasó a la historia como Lolita Pluma, escritores como Leandro Perdomo u Orlando Hernandez en sus relatos aluden a ella también al menos en sus primeros tiempos como Gilda, alias también con sabor de estrellas. Sin embargo esa primitiva Gilda para otros rememoradores orales del pasado era otra de parecido perfil, dejando la duda en los que no alcanzaron a vivir en directo aquellos tiempos.
Como acrecentó su fama y se forjó como mito callejero, icono de un lugar y de una época, es más sorprendente, puesto que ella en un principio—ajena a su futura proyección mediática—solo pretendía ganarse la vida a su aire llamando la atención en consonancia con un momento único, que resucitaba el mito de la eterna juventud.
A mediado de los sesenta Gran Canaria fue el paraíso soñado para muchos hippies de vuelta de la India o del Chad, de Tailandia u otros países remotos. Muchos, tras el verano en Ibiza buscaban algo mas tropical y resguardado.
En el Parque, junto al centro de información al turista se fueron estableciendo con la permisividad de la concejalía de Parques y Jardines, numerosos hippies artesanos y artistas: manufacturaban cinturones y bolsos, muñequeras y sandalias, guarachas y mocasines, todo en cuero artesanal. Montaban en bisutería pendientes, piedras de Mauritania, collares de dientes de tiburón y de Filipinas y trabajos diferentes en alpaca y piedras semipreciosas: ágatas, turquesas, ópalos, jades... de todas las partes del mundo.
Otros pintaban en la misma calle rápidos paisajes con espátula: el Roque Nublo, el Dedo de Dios, las casas rurales de valles felices entre palmeras y buganvillas, las tabaibas y piteras del sur, las barcas de la playa de las Canteras y otros géneros.
Tenían en común ser una amalgama de países y de razas: un tal Magallanes, portugués y artista del cuero. Pirana, un negro de Dahomey que pintaba selvas, elefantes y fieras del África tropical, eso si, con menos arte que el aduanero Rousseau.
Willy, yanqui melenudo y barbado que repetía sin cesar el Roque Nublo. Mirko, finlandés vestido al uso de Cachemira, especializado en las casas con balcón canario entre palmeras. Mesié Otegó, hispano-francés, destacaba por sus retratos, pintando a los blancos como negros y con ojos de japonés sin mucho éxito, la verdad. El sevillano, un ex de la Guardia Civil, un Torrente de la vida, disfrazado de santón hindú, trabajaba el cuero al estilo de Benarés. Brigitte, franchute, montaba collares con dientes de tiburón vestida de Bufalo Bill como Juana Calamity.
El Zíngaro, mejicano, renombrado excampeón de catch, de túnica de azafrán Hare Krisna, con el alicate, la alpaca y las piedras diseñaba bisuterías de su creación en segundos, y así ciento y la madre más.
También tenían en común vestir a la moda hippie del momento cual figurantes para una película a través del tiempo: Pirana, el negro con túnica del antiguo testamento, el francés Otegó de chilaba árabe, Magallanes de pirata, y con un gorro de piel de castor a lo Daniel Boone y todos por el estilo.
En determinadas discotecas se veían atuendos así, pues los turistas en los quioscos y bazares del parque adquirían chilabas recamadas, captanes rusos, saris de la India… sarapes de Méjico, ponchos del antiplano...además de los bolsos de cuero que hacían furor, las cholas de badana o las muñequeras y collares de plata, y tantas otras artesanías.

En ese contexto en que la moda mas juvenil la dictaban los Beatles y otros músicos del pop: zapatos con plataforma de diez centímetros, para levantar la ingle de los nativos a la altura de la ingle de las flikas escandinavas; ajustados por marcar paquete los pantalones, de campana para ocultar el embeleco de los zapatos, camisas también ceñidas, bigotes mejicanos, peinado a lo Ringo, chupas de cuero a lo Liverpool, temperamento de Alfredo Landa...
Tal look competía con el look hippie de melenas, barbas y trenzas en varones y damas a la moda lib ibicenca de túnicas blancas, sin bragas ni sostén. Y ambos sexos, collares, muchos collares en el cuello y las muñecas, collares a veces de flores.

En ese contexto del viste como quieras, primo carnal de la arruga es bella; y los atuendos y mestizajes antagónicos: cachorro de cuero del Far West, collares de Filipinas, trenzas africanas, chilaba corta árabe, bombachas de gaucho y mocasines indios llevaba un atorrante argentino, el Lunfardo, como quien va de frac y esmoquin. En ese vístete como quieras habría que ubicar a Lolita como pionera y reina de esa corte de disfraces, de ese carnavalito de doce meses.
Unos días se pavoneaba entre las mesas con una chilaba corta recamada en dorados, otros con un sari hindú recortado, retocado y adaptado a su estilo personal, tal noche una azul minifalda mínima de Liverpool luciendo muslos morenos de la playa, resultones para su edad. Otro, revestida de superpuestas transparencias de diferentes tonos. Había días de azul y días de rosa, como en Picasso, y días para todos los colores del arco iris, y madrugadas para todas las gamas de los pintores. Decían que a Lolita como un tributo del eterno femenino le regalaban vestidos y tocados igual altas damas del país que turistas ligeras de ropa del septentrión, o estrellas del cabaret o de la putería con su ofertorio de lentejuelas y oropeles.

Se rumoreaba que en las pensiones no le cabían tantos encajes y sedas, tanto ropaje de todos los colores, que pedía a las amistades asilo político para sus colecciones de prendas, que entre bromas y veras le aconsejaban abrir una cadena o una franquicia de boutiques, y siempre ligera de ropa, al aire la espalda, los brazos y muslos al sol, expositor de bisutería andante a veces, tantas pulseras en las muñecas, tantos collares y pendientes. El pelo corto con reflejos dorados, caobas, verdes, canelos, a veces trenzado, otras con moños imprevisibles o ancestrales todo en función de su rostro circense.
Los ojos muy maquillados, el carmín de los labios hasta la nariz y el colorete de las mejillas por toda la jerol. Blancos, amarillos y verdes en su rostro podían evocar a un piel roja, a una pintura de Picasso o a una sacerdotisa de los dogones.

Eso la emparentaba también con los payasos del circo, el mimo de la comedia italiana, la pantomima oriental o las máscaras africanas, y en el arte y la originalidad que puso en ello radicaba su personalidad mítica de camaleón surrealista.
Lolita, con su cestillo de mimbre, siempre al paso de velador en velador, sonriendo al personal educado que la requiebra y que la mima, o con salidas imprevisibles y tacos e insultos en andanada, para cortar al palanquín o al machango que se quiere pasar, trocado el burlador en burlado con un coro de risas.

Podía sorprender cantando algún estribillo de malague-ñas, folías o saltonas. Alguna rara vez podía salir narrando algo de su verdadera o inventada historia:
—Yo soy de Arucas, a gala lo tengo, yo de chinija, de bien pibita me bañaba en las balsas de riego de las plataneras. Mi padre, si que fue un macho de verdad, un macho de las cañadas, cerrudo de pelo en pecho, se bañaba también, a veces despelotao, menuda cuca gastaba, y no como los de ahorita y señalaba a los habituales de la barra del guirigay en el Derby, con los que por lo demás tenía muy buen rollito y en parte cimentaron su fama y la tributaron admiración y pleitesía.
De joven, decían algunos que tuvo un novio que fué también el no va mas, pero vino la guerra de Gila y a su prometido se lo llevaron a la península a luchar, y…como tenía principios, fundamento, buena letra y ortografía cuando vino de permiso ya era alférez provisional, con estrellas y todo. Pero retornó a la guerra y ya no volvió

Otros diferentes rumores de la calle la atribuían ya ser la viuda de un coronel, otros de un suboficial de la legión cuales decían de un matrimonio roto, de una mujer libre que había pasado de un marido capataz en una finca de Arucas, quien, aseguraba que antes de su metamorfosis en mariposa hippie había sido una crisálida vagabunda que iba como otros al puerto pesquero a que la regalaran pescado para alimentar a los gatos del parque…quien, que un tiempo iba por las calles céntricas o por casas de gente acomodada vendiendo perfumes adquiridos en el cambullón….
Lo cierto es que si tuvo o no un periodo breve de crisálida, como mariposa hippie pasó muchos años ejercitando sus perfomances.
Cuando vendía flores sabía el sitio y el momento donde un galán quíquere está dispuesto al obsequio floral a su dama, sino, ironizaba y bromeaba y aunque no comprendieran español, si entendían el mordaz tonillo, y compraban para restablecer la cordialidad.
Si eran del país hacía jocosas alusiones a la cofradía del puño cerrado, con resultados positivos, siempre sin pasarse ni quedarse corta, en su sitio.
Lo mismo hacía con los chicles, su más común mercancía. ¿Y quién no iba a comprarla uno para tenerla contenta, si después de todo era una altruista de libro, que acababa la noche fundiendo las ganancias en matar el jilorio a unos caninos en la hamburguesería de su compadre de las barbas de profeta, el Papi, o convidando a perritos calientes a todos los mininos del parque?
Fotos reveladas por Vargas, —el fotógrafo de medio siglo del parque— en cien atuendos diferentes vendió a miles, retratos de diferentes artistas, muchos también, postales cón su imagen, cajas de cerillas con su rostro…
Lolita Pluma se vió pregonada por la fama literaria cuando el escritor Orlando Hernández escribió su novela, en su momento best-seller, Catalina Park, a principios de los setenta. En la novela, los protagonistas de ambos sexos, turistas y nativos, cosmopolitas y hedonistas viven el intenso momento de plenitud lúdica del Parque, y por la novela se pasea como un símbolo de eterna juventud, Lolita Pluma vestida de adolescente minifaldera con más de setenta tacos. Luego escribió su biografía donde quizá el que la lea puede saber más de su verdadera historia.
Desde esa fecha en adelante fue madurando su rol, envejeciendo como los buenos vinos, declinando luego, sincronizada al mismo devenir del parque. Su crisis de senectud se acompasó a la crisis general del puerto. Cuando un jacoso enmonado la sirló la cesta de los chicles y los testigos lo vieron como lo más natural del mundo, ya había tocado fondo.Carlos Antúnez, el Portu, limpiabotas muy caballero, la acompañó como escolta honorario muchas noches hasta la pensión Ibiza para evitar el asalto de algún enmonao.
Pasaba a todas horas y solo se libraban—y no siempre—los jóvenes y cachas y los maduros que se teñían las canas a lo camaleón. Así acabó a finales de los ochenta un ciclo de treinta años maravillosos, irrepetibles, únicos. Lolita se adaptó a la situación, llevando los chicles contados, para evitar pérdidas irrecuperables, pero siguió al pié del cañón, cada vez más enfuruñada, mas repintada, arrastrando más los chenchos, y un día apareció el Papi—el de las cadenas de colorao—otro personaje de leyenda, asustado, diciendo que le habían mentado, sobre la muerte de Lolita.
Era una falsa alarma, un bulo fúnebre y ruin, de humor negro, con que a veces algunos machangos del círculo de los limpiabotas, en la esquinq de Ripoche, solían matar a: muertos que vive Dios—gozan de buena salud. Pues luego se vió a Lolita de vez en cuando, como una sombra del ayer, lucir todavía sus atuendos de autodiseño.
La segunda alarma la dio un limpiabotas y esa debía ser verdad pues que salió en esquela mortuoria y luego en páginas enteras de la prensa local.
. Algunos travestidos con atuendo y maquillaje similar quisieron ocupar su nicho ecológico, bien para perpetuar su rol, ya para honrar su memoria, o para aliviar su bolsillo con la venta de los chicles.
Solo un imitador de estrellas medró algo en Carnavales y otros eventos, pero Lolita no había más que una, industituible e inimitable y como tal pasó a eso que hoy día los historiadores llaman intrahistoria y también historia de la vida cotidiana, perennizada en mito e icono fabuloso, una leyenda dorada de la memoria histórica de una época de fábula en un lugar de fábula que solo los venidos de fuera, de cualquier parte supieron valorar, admirar y comparar con los mas señalados lugares y rincones del mundo equiparables en su singularidad, mientras los nativos, como pronto acostumbrados no lo percibieron en toda su grandeza y por ello no lo pudieron perpetuar como fuente de solaz, de riqueza, de expansión en el invierno cálido y dorado de un trópico para marinos de todos los mares y turistas de todos los continentes.
Sin embargo como antítesis del glamour de Lolita Pluma, otra puretilla—pero esta desaliñada, desgreñada—la sobrevivió ofreciendo a los turistas sus ajadas flores….

Con voz adolescente y oscuridad tangaba
a los marineros coreanos


La florista de la cuarta edad
La de nombrete, Brazos Largos, fue la florista que sobrevivió a Lolita Pluma, merodeadora por el concurrido paseo de las Canteras, el parque al atardecer o la transitada calle Ripoche y sus aledaños—antítesis de Lolita—mujer fondona, descomunal, la mujerona antigua, excepción en la raza, con las coyundas de los huesos hombrunas, por eso el nombrete. Los enormes chenchos, planos, juanetudos, saliéndose de las chanclas arrastradas. Las nalgas, inmensas, recias, brutas. Los espaldares combados, los brazos, de envergadura.
Malvestía un chaquetón cual de soldado, viejo y sin botones. Castigaban la imagen de su cara de estaca, un ojo saltao y huero, y el otro grandioso, escrutador, polifémico. Las greñas sin peine, no mejoraban el cuadro. En la fecha, vendía flores raídas, chorizeadas en parques y jardines y si encartaba descuidar, descuidaba. Los setenta ya no los cumplía, sin prisas por acogerse a una pensión de beneficencia, con un historial negro a sus espaldas.

Creció como pudo en un pueblo de los Montes de Granada. A los trece años la llevaron de sirvienta a la capital
—Tol día la-la-lavando y recadeando, barriendo y fre-fregando y no me ganaba un ri-rial Y a la noche cuando acababa la faena y me iba al pulguero el se-señorito se avenía a mi cuartucho y se desfogaba coza mala conmigo, mi arma—contaba gagueando un poquiyo con su acento de Graná.
Cuando quedó cubierta, el mirado y escrupuloso señorito la botó de la casa por mala mujer. Como solía ocurrir, la recogió de caridá una mancebía, ellos decían de corasón. Preñada ya alta, trabajó como una leona hasta poco antes de dividirse1. Tuvo mucha suerte y malparió sin necesidad del pecado de recurrir a una abortera. Bregó —por apañar unos ahorrillos— en casa de la Peseta, mentada así, por el precio de la ocupación.

Trabajadora era y sus seis ocupaciones diarias no se las quitaba nadie. Eso sí, aclaraba que.
—En aquer tiempo, las putas éramos mu desente y no jacíamo fran-francés ni ni guarradas, ni, ni nos depelotáabamos. A veces, se rumoreaba en su ambiente que las menos malas, y con buenos principios, hacían el amor rezando, el crucifijo entre los dedos porque fuera más decente el pecado.
La Brazos Largos rodó de casa en casa y de ciudad en ciudad. En Mallorca, empreñó, ya con años otra vez, y tuvo un feliz alumbramiento, una niña guapa, que dejó a las monjas de las Arrecogidas dedicadas a criar hijos sin padres.
Cuando Franco cerró las mancebías y botó a las mujeres a la calle, pasó a desempeñarse de autónoma, en plan modesto, ocupándose en los solares, las vías de tren, los descampados y los portales oscuros. Podría ser un patético ejemplo de la indefensión y el atropello de las mujeres pobres en la sociedad tan decente y tan católica-apostólica-romana. La tira de veces chingada por la cara y robada, pero eso sí,
—Lo pueo dici con la ca-cabesa mu arta, nunca mantuve un -chu-chulo.
Al fin, vieja, derrotada, sin ahorros, sin seguro, sin familia y sin macarra, se ayudaba de pajillera.
—El francés yo-yo se lo de-dejaba pa las indesentes modelnas sin principios ni fun-fundamentos.

Fue entonces, cuando en una bronca, en el famoso bar de las Siete Puertas, en la judería de Palma de Mallorca, la saltaron el ojo, en sin saber bien como, tanto era el barullo.
Era ya época de turistas borrachos y ella, tan recia y fornida aprendió a espabilar vinagres. Los tumbaba al suelo en las oscuras callejuelas del Barrio Chino y les levantaba la pasta, y si ya los encontraba en el suelo, mejor que mejor, pero tales ocasiones no se brindan todos los días y encima como decía ella.
—Cuando vas a espabilar a uno resurta que ya se han adalantao los que están en er mun-mundo con los ojo abierto.
Por eso, siempre luchando por una vida más decente y honrada se pasó al bisnes de las flores, cuando llegó a Las Palmas huyendo del frío y del pecado.
Empezó comprándoselas baratas a un florista bobilín, al que se las regalaban las monjas y otras veces las arrancaba al descuido de los jardines municipales. Una mano ofrecía la flor y la otra cobraba el duro estipulado, y dando las gracias aclaraba que llevarse la flor eran dos duros, que el primero se aceptaba como limosna. Con ese truco del almendruco, con tres o cuatro flores defendía la noche.
La Brazos Largos padecía de mal de corazón, le soponciaban ahogos y fatigas, empero, odiaba los asilos, aborrecía los comedores de caridad y huía del Auxilio Social. De no ser inmortal y tener que morir, hacerlo en la brega diaria, en la revuelta de una calle con un pensil de flores en la mano. Presumía, que además de no haber cantado la gallina para ningún macarra tampoco conoció las purgaciones (a saber...).
Y en lo que cabe dentro de su oficio, alardeaba de haber sido muy honrada y casta, nada de orgasmos:
—En ezo como la Virgen san-santísisma con perdón. Tan contenida a su modo como la primera dama. Decía que.
—Si los dineros no me hubieran hecho falta para papear ─que eso sí que la gustaba un montón─no me hubiera acostao nunca con naide, conservando las ma-madres entera, toa mi via como mi mare me parió.

No comprendía por que los hombres se gastan tanto dinero en meterla en caliente; con lo que cuesta ganarlo.
—¡Estarán cha-chalaos!
Pero, aunque vieja y fea, si le fallan las flores, todavía vuelve a las andadas. Llevar al huerto a algunos ciegos del cupón, zona parque y aledaños, pasándose por moza de buen ver, es uno de sus registros, pero aunque se perfuma, los ciegos tienen los vientos de un perdiguero de Burgos y la huelen con frecuencia la fecha de caducidad. Tangar en la oscuridad a marineros coreanos ajumaos es otra de las artimañas que a veces la sale redonda.

En el turbio mundo en el que vive, con las menguadas fuerzas que le quedan en su cuarta edad, lucha contra todo como una leona vieja en un desierto de chacales y no le asustan ni los travestones. Un día, ya ganados para la causa de su mano parquinsoniana, dos beodos marineros coreanos, llegó la Palmera, un sueño de travesti, reguapísima, tetuda, repintada, morritos de silicona, perfume de sant Laurent, y se los arrebató con el cheiro de los efluvios.
La Brazos Largos juró por sus muertos arreglarle las cuentas, buscándola días enteros.
—Para arrancarle los pos-postizos y cortarle el cu-culo, decía.
Pero a pesar de una vida mas bien regular tirando a chunga, no le guarda mal querer a nada ni a nadie, ni a los dioses ni al destino, lo cual sorprende y admira.

La flor amarga del resentimiento no ha anidado en su corazón y si le sobra un duro se lo gasta en pagarle un bocata a uno mas ruín que ella, que los hay, vaya que si, y si no, les da de comer a las palomas o a los gatos como Lolita Pluma.
No les guarda manía ni a los hombres, ver para creer, solo a las chonis calentorras las tiene tirria, por lo de la competencia desleal.
—Lo que la hija de mi mare dise, si vinieran pa-pa España a cobrá, dejaría destar mal, pero habería un porqué, que vengan y no cobren, pi-pior, mas que vengan y paguen por las cochinadas ya es lo nunca vizto en er mundo, y sus gestos de atónito asombro podrían traducirse al despepite, el sabotaje y el despelote.
Por esas cosas ella piensa que.
—Un mun-mundo tan malazo tie que tene un castigo mu, mu grande pa-pa que escarmiente.
—Vamo, lo que hay que ve, —dice— si no nos dejan viví, si no nos dejan papeá, a las jembras asin de viciosonas del cobijá habría que co-co- coserlas el cho-chomino…

La hija de Brazos Largos estudió con las monjas mecanografía y secretariado. Es una señorita guapa y culta, colocada en las oficinas de una empresa. De vez en cuando escribe a su madre cartas, que por analfabeta, da a leer a un gitano señorito del parque.
La hija le escribe que piensa viajar a Las Palmas por conocerla y ayudarla económicamente. Ya la mandó algún giro; pero a la mamá le gustaría que se afincara en la isla para atarla en corto. La espanta que le salga modelna y sin principios y se vaya con los hombres por la cara lo que es más pecadoso que lo suyo de necesidad.
—En teniéndola yo a ma-ma-mano iba a andal derecha como una ve-vela, teniendo una carrera desente para co-comé no se iba naide a la pil-piltra con eya sin habe pazao antes por el artar.
La frustada ilusión de su vida, lo que no pudo hacer por rodarle las cosas tan mal. La Brazos Largos, que cuenta su historia sin una mala queja ni lamento, casi con desenfadada alegría, que asegura que en Barcelona lo pasó requetebién, que se papeaba de abuten en la calle Escudiller, que habiendo salud, no hay motivo de queja. Sin excesivos entusiasmos, pero siempre con humor, dando la impresión de tener sobradas ganas de vivir, a la manera de los animales montunos.

Se escandaliza de la vida moderna, opina que las criadas de hoy no sirven para nada, que son señoritas holgazanas. No barrunta injusticias, suelta candorosas atrocidades, como quien cuenta cuentos infantiles.
Baqueana en los rodajes de calle, le gusta zampar mucho y bueno, aunque sea haciéndoselo de carpanta en mas de un restaurant, y no causar mal a nadie si no la atacan; pero eso sí, si la buscan, la encuentran. Aunque puretilla, se arranca como el primero, sandalia en puño a la portuguesa.Una madrugada se enrabiscó con una alternadora cabaretera del Camerún, un monumento, caoba fina, veinte abriles, malcriada, con una boca de todos los diablos, que la tildó de:
—Vieja, puta jedionda y desgraciada, meteté tus flores de mierda por el culo.
¡Que buenas revolcaduras le dio la vieja a la niña que a poco la desbarata y desencuaderna!.

De tarde en tarde la pobre vieja harta de ver por todas partes guiris y del país zampándose chuletones mientras ella se quita el jilorio con donut y dulcería barata de supermercado, se arma de valor, se sienta en un restaurant y pide un entrecot y una de langostinos, y si el camarero despistado no se da cuenta que es una matadilla y la levanta en un santiamén, se pone morada y a la hora de pagar dice :
—Llamar a la po-policía, que no ten-tengo na-nada que per-perder, si me lle-llevan a la ca-carcel alli co-comeré ca-caliente, me ha-haceis un fa-favor.
Y el mismo impulso que la lleva a sentarse de carpanta en un gril argentino y pedir buenos churrascos la arrastra a intentar colarse de polizón en algún buque con dirección a Buenos Aires, aunque hasta ahora siempre la han pillado en sus intentos transoceánicos:
—Un día co-como logre es-esconderme, llego a Buenos A-Aires, me han di-dicho que a-allí los chu-chuletones son de qui-quilo y los que so-sobran de los retaurantes los re-regalan o los ti-tiran, so-solo de pensarlo se me ha-hace la bo-boca agua.
Y con la ilusión de conseguir un día su viaje de polizón vive contenta royendo los donut en alguna pensión oscura en las inmediaciones del parque.

La anciana dama tiene en la pensión Jeremías, la noble costumbre higiénica de lavarse el resudo y el cheiro de los bajos en un barreñón en pleno pasillo. El viejo que malvive len el cuartucho aledaño, Don Julio Montecrís Acosta del Prójimo; un gallego de edad y situación socioeconómica similar, la piropea con rumbo marchoso viendo las golosas perras de las flores y ella dice a los conocidos.
—Lo que me fartaba pal du-duro, igual me enchulo a los setenta y cuatro, lo que no jice de sagala, a la vejez viruelas.

1. dar a luz.
El cantor de Huelva, superado su problema en la garganta,aún sigue cantando por Ripoche




El canto que no cesa

Un paisano de la Brazos Largos, al que le pedía en el bar la Palmera un cante por media granaína y él la compraba una flor y la invitaba a un solysombra, atendía por Fandanguillo. ¡Tampoco tenía ganas de cantar el niño de Huerva ese! ¡Que todavía se le ve cantándoles en árabe a los moros de Ripoche! Cincelado por la legión y el mar, el careto con un toque taleguero, chupado y tenso. Como muchos pescadores de altura, sus manos, un cementerio de espinas. Con las armas de la legión en los antebrazos, desvaídas por el paso de los años, era un hombre de otro tiempo como sacado de viejos grabados de los puertos de la Baja Andalucía donde, según el tópico de una habanera, los marineros del cazalla cantan y palmean en tascas y colmados a cualquier hora del día.

Acaso, por eso, entraba en los bares de Ripoche, dándole al cante a las ocho de la mañana, las doce del mediodía o las tres de la madrugada, cantaba mandándose las cervezas o el pisco de ron Artemi, gozando de bula, sin toques de atención como a otros. Se repetía interminable con fandangos de su tierra, dominio y poderío en la voz cazallera y tabacosa. Caminaba la calle Ripoche hasta el parque a puros corridos mejicanos; se lamentaba con la zarzamora, sufría con el sino negro de María de la O, contaba al mundo los desengaños de la Malpagá o de la Otra, y entraba en el bar Avión alegrándose por habaneras:
“No siento el barco ni la tripulación...la culpa la tuvo el señor capitán que se emborrachó...” O, solo salía cuando tenía ganas de cantar o se retiraba cuando se le acababa el gas; el hecho es que siempre se le veía, si se le veía, can-tando, y solo, más que en curia de tenderete.Y era obstinado en rematar sus cantes aunque se viniera el mundo abajo: Una tarde, entre dos luces, en la calle Ripoche a la altura del hotel Tigaday, dándole al corrido “Jalisco, Jalisco, tu tienes tu novia que es Guadalajara...” un energúmeno gordufo y grandullón, en chándal, camiseta y Adidas, que canqueaba a grandes zancadas, hablando alto y solo, se paró al lado del cantor de Méjico, levantó una manaza grasienta y alegando:

—Toma pa que aprendas —le endosó tal cachetón que lo mandó pal piso. Fandanguillo se incorporó del suelo, sujetándose el remo zurdo con dolorido gesto y siguió cantando el interrumpido corrido de Jorge Negrete al que ningún imprevisto podía silenciar, y a los pocos días reapareció cantando con el brazo escayolado a medía asta. En la caída del cachetón se había dislocado del hombro. Un mes estuvo trinando escayolado; y en la Palmera, infame ventorrillo de trifulcas, entre cante y disputa, bromas y veras, un vinagrillo malagueño le hincó una navajilla en la escayola oculta por la camisa, sin llegarle a la carne. E iba cantando Ripoche arriba con la faca en la espalda clavá, cuando dos transeúntes se sorprendieron atónitos ante el evento: Gómez, caricaturista y Celso, astur y artesano de la badana. Al astur, como natural del recóndito y perdido valle de los Hoscos, donde Cristo dio las tres voces y no le oyó nadie, aunque con mundo corrido, seguían sorprendiéndole las cosas que ya no sorprenden a nadie.—¡Ahí va tú! ese tío, cantando con una navaja en la espalda, que pasada ¿no? Aseveró a su colega.
—Ya sabes, por aquí se ve de todo. Éste va anestesiado de la priva y no se entera, voy a darle un toque.
—Allá tú—
—¡Oiga,buen hombre!,¿no nota nada en la espalda?.
—¿Que no noto? ¡Estoy hasta los huevo de como pica la escayola esta de los cojone!
—Es que lleva una navaja jincá ¡vaya a la casa de socorro a que se la saquen!— . Fandanguillo se miró de sos-layo, vio lo que había y se arrancó de un tirón la picona1 limpia de sangre, y siguió con el cante. El Celso, que venía de
Bilbao decía.
—En Euzkadi es imposible ver esto. —Esto no alegó el otro, pero ver salir por el aire un coche igual que un cohete con un presidenciable con bigotillo dentro, sí, ¡no te jode!
—¡Pero mírale a el tío este que no para de cantar, que parece que le han dado cuerda!
—La verdad, un poco extraño ya es, ya.

Otra noche ya casi de madrugada entonaba a la puerta de la Madrileña unos fandangos a dos costeros andaluces cuando un ajumado galletón cañí, en muletas, de patitas destranquilladas de la polio, mascullando caló de mal vino se disponía a desbeber contra el muro, cuando, mudando de opinión, se viró a Fandanguillo maldiciendo.
—Pa esto me camelan a mí los payos; y me le meó de las rodillas para abajo. Se dio cuenta el costero y de un empellón le mandó al piso mientras Fandanguillo se columpiaba en las últimas estrofas de un nostálgico fandango:
—Quien estuviera en Valverde─en la venta del camino debajo de un pino verde...
Un buen día nuestro héroe en una de sus reapariciones intermitentes entró en el bar Avión, por primera vez en silencio, y frente al espejo, como un pistolero del Lejano Oeste, pidió un café con muda gestualidad, como un fuera de la ley. LLevaba un alzacuello de gasa, estilo cura, que le velaba el pasapán2 y por señas indicó al barman que el silencio le venía del cigarro, señalándole el que recalcitrante se estaba fumando.

1. En canario suburbial, navaja; 2. gaznate.




El abogado lustrabotas
Si el mentado Pepe el limpiabotas daba el prototipo del lustrador caballero y honorable, la plaza de limpia pícaro, ingenioso y vivalavirgen se la ganaba cada día a pulso Chanito el de las Chumberas
Era un personaje escapado de las reales y verdaderas historias de Pepe Monagas. El estilo vital del Chanito se definía como cantinflesco. Como el mejicano, se liaba con frases cultas entreveradas de jergacalle. Canqueaba también a lo compadrito y se le resbalaban de nalga los vaqueros.

Le distanciaban del mexicano, las intenciones. Los personajes de Cantinflas reinciden en hacer el bien a sus semejantes; nuestro cabayero también, pero más bien a un solo prójimo: su menda. Por lo demás, respetaba a la gente puesta, que está en el mundo, pero aplicaba tratamientos de choque a totorotas y toletes.
A los ajumados -guiris y del país-, que él definía como vinagres jediondos, se arrimaba servicial a ayudarles en una retirada a tiempo. Más de una vez les persuadió de guardarles las cadenitas de oro.
— Se las guardo mirando por su bien, hasta que se les pasa la picareta1, pa que no les tranquen los chorizos.
En eso no mentía. Luego escurría el bulto y no le veían más el pelo.
—Les hago un favol, decía, así espabilan y se controlan con la picareta pa no gorvél a tener un tropiezo.

Si por la noche malvestía a lo Cantinflas, la caja en una mano y la banqueta en la otra a la busca de zapatos, algunas mañanas se le veía por Vegueta, echo un brazo de mar, bien enjaretado con terno gris Pierre Cardin, corbata con alfiler deoro y gemelos, cartera de ejecutivo en mano.
Seguro que iba o venía de los juzgados a la busca de primos.De ver muchos juicios abiertos había asimilado modos, tic, verborrea jurídica de la gente de leyes; lo demás, chupado; de vez en cuando topaba con un pringadillo que mordía el engodo, le pasaba su tarjeta de colegiado y se interesaba por su caso tomando un cafelito en alguna cafétería aledaña a los juzgados.

Un primo, comiéndose el coco con su problema, novato en las garras de la ley, a veces, no distingue mucho entre una pulida mano jurídica y otra, zarpa descuidada de uña negra.
Las paletas jurídicas no suelen ser desportilladas; pues pese a la ausencia de algunas piezas dentales y a los bastes2 tintados de crema, el tolete se dejaba llevar por la jerga jurídica del picapleitos y el cebo universal de vender duros a peseta y omegas a mil pesetas.Con un depósito de veintemil pelas, cuantía por debajo de lo penalizable, firmaba un recibo ful3 al primo y hasta siempre. Luego andaba ojo avizor por si se le aparecía el julián4 en el rostro de un cliente o al revolver de una esquina. ¡Cuántas negras dio y a cuantos julais! ese es secreto profesional.
Pero no lo es que tuvo problemillas, que le llevaron de su rol de letrado ful al de procesado de verdad, problemillas que le valieron fama efímera en columnas de prensa. Pero también desistir de sus diligencias jurídicas en las que algunos cercanos a él más que ansias de lucro veían nobles inquietudes vocacionales de un ciudadano que con acceso a la educación podría, como redomado granuja, haber brillado en el ágora.

Al igual que como protector de borrachos, como taimado enteradillo que lleva al huerto y da negras, se consideraba benéfica vacuna─como la del tétano o la polio─que inmuniza contra los palos grandes, de muchos perras, acechantes en un vendedor de fotingos de segunda mano, en un promotor inmobiliario del partido en el poder, en una misteriosa llamada telefónica o en un inspector de Hacienda chungo. (Eso de considerarse una benefactora vacuna es muy común entre timadores, creyéndose algunos con derecho a subvenciones de protección oficial como los peliculeros.)

Aparte de competente letrado, al nota, como limpia e el Parque, le salían sus noches de playboy para guiris en cuarentena, preferentemente escandinavas libadoras de lumunbas o de bailems; si llevaban sorna en los dedos o al cuello mejor, ¡a quien no le atrae el colorao5!
Muy al día, en esta época de la publicidad, no le faltaba un álbum con fotos de despelotes nocturnos en trance de cobijar, tríos con matrimonios celebrando su priapismo y alguna mariquita rubia también en el lote, pregonando el ecumenismo sexo-socio-ecónomico del titular.
Y aparte de los ingresos por playboy sacando brillo y lucimiento a lo que no tiene mucho que ver con el calzado aunque si con el calzador; en otras dos pericias destacaba Chanito: como abusador buscaruinas y como machango de chonis.

Los clientes de la primera solían ser canariones o peninsulares pringadillos, malcriados y patosos de mal beber que sin tener media hostia entran al trapo. Les aplicaba un potente tranquilizante sin aditamentos químicos: el cabezazo. Trincándoles por las orejas y el pelo les arrimaba la chopa contra la embestida de su frontal y al soltar iban de culo al piso la mar de tranquilitos.
Una vez se equivocó y aplicó el tratamiento a un pringao que no lo era, pues resultó ser un nota con fundamento, director de una sucursal bancaria, que en el topetazo se chafó la nariz. Tal metedura de pata o sea de cabeza le obligó a quitarse un tiempo de la circulación por si le había denunciado.

Fuera de eso, escasos percances se saldaron en su contra.Un pesca coreano de careto más duro que su cabeza, le arrimó una picona de destripar atunes al cogote dejándoleuna cicatriz de la que estaba muy poseído.
Otro encuentro a su disfavor con un morito de cábila le costó un costurón en la barriguita. Aunque hubo quien, tan gloriosa acción de guerra, la catalogó, bien informado, como una vulgar intervención quirúrgica de una úlcera de duodeno.
Y la seducción de una lolita en los límites de la edad, perpetrada en los barracones de Pedro Hidalgo, le aparejó un viaje en el lomo, a manos del abuelito de la pibita que le cogió indefenso cuando cobijaban. Ese percance le quebrantó y le puso años y discreción encima, volviéndole en lo que cabe más cabayero y señor.

Como comerciante eventual practicaba la venta de cachorros también con notable aprovechamiento. Nada infrecuente entre marginales y buscavidas, tenía perras de vientre con pedigré, y las camadas de cachorros las iba sacando con las turistas que se apiadaban del perrillo atado a la caja betunera en la esquina de Ripoche gañendo de hambre o de la atadura y la falta de libertad, a veces además de la venta le salían ligues con el consiguiente incremento de beneficios.
En la dimensión de payaso se realizaba como machanguito en el mismo ejercicio profesional de lustrador de zapatos.El número del perrito, que ejecutaba solo de tiempo en tiempo, cuando tanteaba terreno abonado, desternillaba de risa a su clientela.

Se iniciaba cuando postrado a los pies de una indoeuropea rubia inclinada a las carcajadas etílicas, acompañada o no de su maromo, tanteaba con latidos y ladridos perrunos la disposición del personal. Si encontraba risueña acogida seguía el bacilón, lamiendo y mordisqueando tobillo y pantorrilla en plan canino, si el hilarante subía y se contagiaba a otros veladores, se llegaba al desternille compulsivo en que la risa hace saltar la silla con la gorda de turno rodando por el pavimento.
El can, sin dejar de ladrar mucho y bien, se aventuraba bajo la siempre escasa falda, comportándose ya casi como chucho pilonero. Esas situaciones, impensables con damas y damiselos de celtiberia, casados o sin casar, de la buena vida o de la mala; en ciertas aburridas parejas danesas .u holandesas… que venían con el cuento del sol del sur, ellas a desahogar su romanticismo, y ellos al reclamo de la insólita y regalada oferta etílica, la pantomima del gozque lamerón ladrador y limpiador de zapatos les ponía la marcha a cien y lustraba los calzados del entorno con propinejas de aguinaldo.

Sólo una vez un marido subcalderoniano, con punto de honra y mala bebida le corrió a sillazos.También en el campo de las machangadas tenía mucho arte con el mimo. Por entonces cuando vacaba en la filmación de alguna peli actuaba en el parque un gran actor pasando un platillo por la voluntad, ya muy considerado entonces, y hoy superfamoso: Celso Bugallo, oscarizado como padre del hemipléjico de la película, Mar adentro, cura rural en El lenguaje de las mariposas, protagonista en los lunes al sol, el lápiz del carpintero, la vida que te espera y muchos otros film de éxito. Enjaretado de mimo, la jerol bien albeada y pintarrajeada, pantys blancos ajustados al cuerpo marcando paquete, camisola ídem, imitaba con mucho arte, los andares y movimientos, retrocesos, arrancadas, paradas y suspicacias de los viandantes de ambos sexos.

Puesto a su lado fotocopiaba sus andares hasta esquina de Ripoche, siempre alerta a esquivar el bulto si alguno sacaba la mano a pasear, arrancando contagiosas carcajadas y calurosos aplausos del público en las terrazas y se forraba haciendo caja, ganada la voluntad del público.
Chanito, cuando enmonado de birra, dio en imitarle pero más a lo bestia, exagerando la patosería, la beodez zig zag, el arrastre de arrobas, el contoné lila, o incluso alguna vez, ya pasándose de mal gusto, la aparatosa cojera de pisapapeles.
Las risotadas se multiplicaban epidémicas y la buena acogida de los imitados en aquel tiempo cordial, sorprendía, aun pasándose a veces cuando en plan cowboy de rodeo remataba la faena cabalgando los lomos de un gordinflón o una grandullona. Pero, como un hijosdalgo de entremés, sin pasar el plato, buscando sólo el reconocimiento artístico.

Le salieron promotores empresariales dispuestos a promocionarle, empertigándole en roperío de mimo de Carnaval para lanzarle muy en serio en los cabaret. Le pusieron una pasta en la mano como anticipo de lo que iba a venir; pero él, en un gesto de fijosdalgo que desprecia el mercantilismo a la americana, —nada consecuente en un granuja que igual se rebajaba a ejercer la abogacía, como espabilaba a un borracho,— siguió con la caja de limpiabotas y el manual jurídico de El abogado en casa.Y a sus mentores les cortó con un.
— El mimo ese o como le digan me gusta a mi de capricho o como dicen ahora, de hobby y punto. Como profesión a tiempo completo lo veo demasiao payasete.
Y sólo en días de mucha cerveza se le ve al lado de algún guiri a mover el esqueleto a su compás.

1. en canario de puerto la bebida y la borrachera; 2. dedos;
3. en caló, falso; 4. primo; 5. oro en jerga.



Psicoterapia de la gestalt
El polifacético caniche, Chanito el de las Chumberas era el limpia preferido por la alemana Mariam para lustrarse los botines blancos, mientras la oteaba los bajos con acompañamiento de piropos entreverados de humor y salacidad.
La judía berlinesa Marian Krestin, psiquiatra en ejercicio en el barrio viejo de Berlín, especialidad, psicoterapia Gestalt o teatroterapia, militante en las ideologías ácratas que protagonizaron episodios terroristas en la Alemania de los setenta; gustaba en sus vacaciones canarias, ponerse morada de sol, drinqui y churrascos de gril pampero en el Novillo precoz o en el Topsi, alegando que en Alemania ya iba de abstemia y vegetariana.

A fines de los 70 con el Carnaval renaciendo de sus cenizas no perdía año; pero ya de antes organizaba sus propios carnestolendas en Noviembre o Navidad, y la historia de un carnavalito suyo sui generis empezó saliendo de noche a las terrazas de Catalina Park ataviada de puta marsellesa, emperchada de modelitos de película americana de los felices años veinte.
Los morritos pintados de morado, formato corazón y dos lunares postizos por la barbilla; cantidad de rimel en las pestañas postizas y un perfume fuerte y baratillo: Sueños de París, muy valorado en el un fugitivo de la ETA en disfraz de artista, necesitado en su estado emocional─el estrés del perseguido por la justicia─de escenificar en la terapia Gestalt, el gratificante rol de chulo.
Y como a ella le atacaba de modo intermitente, como las cuartanas, el síndrome de La Belle de jour, como puta frustrada o Mesalina, decidió teatralizar sus respectivos conflictos con el loable fin de lograr mayor estabilidad emocional y una personalidad más sólida, o sea calidad de vida.
Se veían a la noche, acabando él sus carboncillos de velador en velador y como ya de por si gastaba botas tejanas, vaqueros de campana y paquete, baqueteada chupa de cuero, pañuelo de seda chulo, pelambre hasta los hombros y arete en la oreja, Mariana decidió, introduciendo algunos cambios, mejorar la estampa ya macarra del protagonista. Así, una mañanita soleada dispuso ir de compras escenificando al estilo Gestalt: él, de camisa vaquera y botas tejanas, y ella a lo lumi marsellesa, de morado oscuro con puntillas.
Empezaron por una boutique chapurreando en su castellano de medio pelo.
—Buenos Jour, po favo, quero para mi chulo-chulo uno camisa seda unisex (a él le tocaba solo oír, ver y callar), lo que ella definía como hacer de hombre objeto. Tras enjaretarle la lima1 al chulo–chulo; tocó el turno a una zapatería de caballero y vuelta a escenificar en su mal hispanis con deje tudesco.
—Quero unos zapata tacón cubano para me chulo- chulo (y el hombre objeto a probarse y a callar).
Salieron, él bien calzado por la jerol, ella, encantada del buen norte de la terapia, por supuesto, pagando, y continuaron hasta una joyería… más teatro.
—Quero para mi chulo-chulo un cadeno de oro para el cuello y una pulserita por la muñeca, y el hombre objeto a probar cadenas y la señora puta a pagar, tan feliz, y carretera.Y luego en la perfumería, la misma canción:
—Quero para mi chulo-chulo un colonia de chulos. Tras olisquear unos cuantos, se decidieron por L´homme de Jean Paul Gaultier.
Faltaba la visita a una sombrerería en las cercanías de Catalina Park, para salir con la boina marsellesa a cuadros, terciada sobre la frente, de su Tres veces chulo.Ya bien pertrechados se papearon un buen churrasco regado con un tinto de reserva en el Topsi, un grill argentino, poniendo ella por supuesto, y él, de sufrido hombre objeto como requería la teatro-terapia Gestalt.
Para la primer noche como plato fuerte de la sesión psicoterápica, ella, con las tetazas de pintado lunarcito rebosando el nidal, cantando fuerte el puteril perfume, con su hombre-objeto de floreada camisa unisex, cadenas de oro, la visera a cuadros, brillantes zapatitos de tacón cubano y bien empapados pescuezo y sobaquera de varonil perfume; decidió Mariam tomar un coche de punto, rumbo a las calles Andamana, Princesa Guayarmina, Roque Nublo...todas de puteril ambiente.
Se trataba de ocuparse en un burdel con derecho de puerta y cama y las gestiones corrían a cargo del hombreobjeto y tres veces chulo, que, pronto, contactó con una enjoyada Madam, con deje sevillí, muy señorona, fina y resalada que rápidamente se hizo cargo:
—Aquí toda la que quiera ocuparse y esté de guen ver, tié su casa, mi arma, siempre que aporte la astilla2; lo que no queremo son mas problemas con travestones, que ya tuvimos uno y lo botó un coreano por la asotea al descubrir er pasteleo”.
Con tan buena entrada, Marian se recostó en el quicio de la mancebía moviendo el caderamen que bajo el morado del tejido transparentaba algo del blancor de las bragas. A su lado, una opulenta astur, la Mariví, sentadaza con abandono,abría y cerraba los muslos en un flash, dejando un segundo,vislumbrar la penumbra de las bragas ausentes.
Del bareto de la otra acera, rebosante de cabritos, de vez en cuando, algún encandilado pez se aventuraba a picar el engodo. Allí, por común acuerdo y cumpliendo con el guión del sainete debía esperar el chulo-chulo hasta el fin de la teatro-terapia de choque que con tanto hiperrealismo practicaba la psiquiatra alemana.
Estaba con la tercera ocupación cuando sobrevino la marabunta; la calle acordonada, cerradas todas las salidas, las lecheras3 de la madera4 sonando y los maderos sacando jais medio en pelota picada de los ocupaderos y todos y todas al furgón.
Mariana, a medio vestir, y su hombre objeto, despertaron la suspicacia de los grises; esos poirots uniformados, tan celebrados por su sagacidad.
Ella, mostrando la documentación y haciendo hincapié en no ser prostituta sino psiquiatra de la Gestalt y que su chulo no era tal chulo, sino un partenaire de la terapia les sembró más la duda y la cautela tras los que la sagacidad del sabueso vislumbra oscuras tramas políticas, trata de blancas y negras, narcotráfico, blanqueo de divisas, tráfico de influencias etc. Setenta y dos horas pasaron detenidos los actores de la Gestalt y de postre, un interrogatorio de los señores de la pasma5 que ya son otra cosa, y que no salían de su asombro a medida que—hablando se entiende la gente— se aclaró el caso, celebrado con indisimuladas muestras de vacilón.
Los actores ya libres, y aligerados en el trasiego, de alguna cadenilla de colorao, fueron al Catalina Park a celebrar su libertad donde se encontraron a un compadre gallego y matusalén, Montecrís, que había echado los dientes de leche cuando la guerra de Cuba y pasado muchos años en la Repú-blica Argentina y al contarle sus avatares de los últimos días, les salió por milongas y cogiendo una silla de partenaire les bailó un legendario tango cantado:
“Lo que hace falta es empacar mucha moneda, rifar el alma y vender el corazón y tirar la poca vergüenza que nos queda...”

1. en germanía, camisa; 2. comisió; 3. coche policial;
4. policía armada; 5. policía secreta.



Un empresario de Carnaval

Si a Mariam, psiquiatra de Berlín el carnaval la servía de Psicoterapia de la Gestalt pese a los quebrantos económicos y contratiempos de orden público; a otros como el Catire, el disfraz carnavalero les supuso el principio del largo camino que acaba en el éxito capitalista.
El Carnaval, ¿quien lo duda?, es la apoteosis de la desinhibición, la catarsis terapéutica, la creatividad sin freno, la fantasía sin límite, el mundo al revés. En las Carnestolendas de antaño ataban latas a las colas de todo perro o gato despistado, se les hacía nunca mejor dicho mataperrerías, gamberradas desaparecidas tiempo ha por la positiva evolución de la sensibilidad colectiva. También se tragó el olvido los personajes de la España negra de los grabados del pintor Solana, los disfrazados de Menegilda o destrozona que amparándose en la máscara y en las oscuras sombras del candil, sin dejar de columpiarse en un chotis, al que les caía mal, le metían la sevillana por la espalda.
Hoy es un espectáculo maravilloso que los más imaginativos carnavaleros del pasado nunca hubieran podido soñar, y, como en el teatro del absurdo, la realidad a veces se vuelve ficción y la ficción realidad y las situaciones inverosímiles se multiplican como setas en el juego del antifaz y la ambigüedad. Prueba de ello es la historia del Catire1, al que tan buen resultado le dio disfrazarse ingenuamente, sin segundas intenciones, de Billy el Niño: tejano de cuero, pistolas de coleccionista en la canana, zahones de mayoral, botos con espuelas, pañolito al pescuezo, camisa granate a cuadros, reloj de bolsillo, y para mas autenticidad, canelo, melenudo y chapurreando inglés, y un cartel en la espalda que decía: Se busca Billy el Kid...
Al principio Billy the Kid, se dedicó a asaltar de broma a los coleguillas, amparado en la mascarita y la simulación de voz, pero cuando un colocado de farlopa con manía persecutoria le dio veinte duros diciendo:
Toma colega, pero no dispares por favor. ─se le iluminó la llama del genio que según Bécquer, duerme en el fondo del alma— y empezó a planificar los tranques para seguir la racha de pequeños beneficios económicos. Les caía a los conocidos y no tan conocidos con el socorrido:
—¡Manos arriba!, la bolsa o la vida; u otras veces: Manos arriba… veinte duros o la vida
Repitiendo la historia, cosechando triunfos y fracasos, fue afinando la destreza para escoger a los clientes mas idóneos, montándose el número con más y mejor vacilón, cuidando no repetir los tranqueados.
Las noches de mogollón tenía que ir a casa unas cuantas veces a descargar los bolsillos, colocando a su hermano de contable y para liar los cilindros de perras que para cambios, truecan en los baretos por billetes. Y el martes de Carnaval abrió una cuenta corriente en la Caja de Canarias, la primera en su vida y probablemente la última. La cosa rodaba.
Como venía de seguido la marcha de las murgas a la Playa del Inglés, allá se fue y tuvo aún mejor reconocimiento que en los mogollones de Catalina .Park.
Al año siguiente volvió a salir de Billy the Kid más profesionalizado, más pistolero, de guantes y antifaz negros, mas parecido al Zorro que al Niño, y cometió el error de subir la tarifa a los clientes, que dieron en protestar y mostrar reticencias.En la calle Tomás Miller se equivocó con un conocido, coleguita de su barrio, que estaba en funciones. Era uno de los fichajes que la Comisión de Fiestas de Carnaval sitúa estratégicamente en las calles para controlar, por toda arma un silbato—recuerdo del silbo gomero—y una cinta roja identificatoria en el brazo.
Se resistió al festivo asalto o tranque consentido y sujetó al legendario pistolero de Nuevo Méjico. Éste intentó desa-sirse de Pat Garret, que sopló en el silbato. Llegaron, súbito, los municipales y el que le desenmascaró resultó ser su concuño:
—¡Coño Chano! ¿Qué anda haciendo así? Una historia es disfrazarse y otra andarse a levantar las perras a la gente entre bromas y veras. A lo que contestó…
—Yo lo que hago es pedir pero de vacilón.
—Pues sabe lo que le digo, que se vaya pa la playa el Inglés con esta machangada, que el sábado empieza el primer mogollón. ¿Oyó osté?, porque si le topa un compañero por aquí, le va a detené, que ya se han corrío las mataperrerías que andas hasiendo de palanquín… yo de momento me quedo con lo que llevas recaudao, que si te la encuentra otro, va a ser mucho peor para ti. Pues tener cargos, lo que te hemos pillao haciendo son tranques a mano armada en la vía pública.
Luego le dejó ir, pero ya con la mosca tras la oreja, redujo la cuantía, se perdió por los mogollones en los chiringuitos del paseo marítimo donde picareta y gamberreo se dan la mano, y unos chandaleros de Jinámar, en contra de las no escritas leyes del Carnaval le quitaron la mascarita y al resultarles cara conocida del Barrio de San José, tras burdos abucheos le decomisaron la caja y las pistolas. Desarmado, ya no se le vio sembrando el terror por el parque y sus inmediaciones. Acaso fue al Sur o al tan afamado carnaval de Te-nerife, no se sabe.
El hecho es que como fenómeno insólito y único, no le salió ningún imitador ni sucedáneo como al menos les salie-ron a algunas figuras legendarias del carnaval como al Charlot de Las Palmas y a Lolita Pluma, que algunos hicieron por ocupar sus tronos vacíos y desempeñar sus pantomimas aunque ninguno consiguió del público el reconocimiento que buscaban.
Al morir el genial Charlot rodando fatalmente por una escalera se estrellaron los que intentaron su revival, y pasaron sin pena ni gloria lo menos tres imitadores que intentaron ocupar el sitio, tan lucrativo que dejó la inmortal dama ilustre Lolita Pluma, musa del guirigay del Derby y de los chiringays de Carnaval y reina de las gaviotas del mar y de los gatos de la luna. Lolita, no tan Lolita como la de la peli de Nabokov, murió con cerca de noventa, casi en olor de santidad, por su dedicación franciscana a los felinos huérfanos y desvalidos. Con su, indefinible rostro pintarrajeado como un apache en danza de guerra, como una sacerdotisa del cuerno de África, grabada en videos, dio la vuelta al mundo y de vivir hoy, la hubieran montado sus fans una página Web en Internet pero, sus imitadores—un cóctel de travestismo, mimetismo y empatía sobreestimulada por la caja que Lolita hacía cada noche— fracasaron. Dos no duraron un Carnaval y otro más tenaz y terco aparece y desaparece en cualquier época del año, con sus enaguas y su cestillo de chicles, afeitados los musletes como cualquier metrosexual, y vende algún chicle que otro. Ha conseguido al fin que algún tenderete de parranderos le reconozca como Lolito en plan guasa, pero a los pocos días tira la toalla, aburrido de que la concurrencia ni lo ve y si no lo ve como va a comprarle los chicles.

1. en venezolano rubio.


Un pintor territorial
Otro prohombre, afín por ideas sociopolíticas a Pepe el Limpiabotas, que gastaba en ropa menos que un ciego en novelas pero ponía cada mañana sus zapatitos en la caja de Pepe, para un lustre a coste de abono, le conocían por El Sordo, cacereño de la comarca del Tajo, de las tierras donde se cuaja la famosa torta del Casar, que tuvo el honor de ser el primer dibujante de retratos que sentó plaza en el Parque Santa Catalina.
El Sordo había estudiado un año en la escuela de Artes y Oficios de Cáceres. Él lo contaba divinamente.
—Estábamos en la besana labrando un servidor y dos gañanes ajustaos a jornal y aparamos a yantar las migas en un abrigo de pastores. En estas que llega, en un alazán enjaezao en plata, la duquesa de Valencia, el ama de tol contorno, y se apuntó a las migas, que tonta no era, yo, ni corto ni perezoso, en el encalao de la pared, con un tizón de la lumbre, esbozé el perfil de la duquesa, que lo gastaba de águila imperial.
—Los otros dos gañanes me tomaban el pelo cuando saltó la señorona: Reirsos, reirsos, que vosotros no saldréis nunca de entre estos terrones y Serenín llegará lejos. Y a la vuelta de unos días la marquesa habló con mi padre ofreciéndose a pagar los gastos de mis estudios en la escuela de Artes y oficios de Cáceres en plan mecenas, y en cuanto a llegar lejos —decía, con humor carpetovetónico─, no he llegado ni llegaré al museo del Prado pero si hasta el Brasil:
— Mi padre, que aparte de unas modestas propiedades y un atajo de ovejas labraba en renta unas iguadas de la marquesa, no estaba contento conmigo, no me veía muy dispuesto para la labranza. Mi hermano mayor, era un jabato. Con el azadón en los puños, removía el terreno como un tractor, en cambio yo prefería soltarme con el lapicero en cualquier papel que pillaba antes que disfrutar de la pesada pluma campera.
Y en ese estilo contaba también como su padre viéndole con no mucha afición a la labor se dijo:
—Pues nada, que se vaya a Cáceres a ver si me sale un emérito. Pero al tiempo le llegaron barruntos a su progenitor de que los pintores eran unos muertos de hambre; habiendo uno muy nombrado en Cáceres, que vivía de bohemio, viéndose en ocasiones precisado a hacer cola en los cuarteles por un cazo de rancho.
Como su padre carecía de inquietudes artísticas y pensaba que con las cosas de comer no se juega le quitó de la escuela donde ya destacaba no solo copiando escayolas sino dibujando de memoria, de su magín, magníficos caballos en movimiento. Volvió a la mancera y al sacho:
—Mi padre, decía, le daba a mi hermano las mejores tajadas de magro y a mi mucho pringue y gachas –era la historia de siempre de Esaú y de Jacob─; mi madre me ayudaba a escondidas, pero mi hermano, buen cazador volvía con el morral lleno de torcaces y a mi me tocaba una miaja de las sobras, así él estaba cada día mas hecho un mulo, y yo cumpliendo malamente y dibujando a escondidas como si fuera un maleante.
En estas llegó la guerra y nuestro pintor se vio en el Alto de los Leones de Castilla, pinchando rojos con la bayoneta, que no le hacía ninguna gracia, hasta que un día un miliciano atravesado en lugar de hincarle en la barriga, que es lo propio, le repasó la mano artista y no le cortó luego el culo porque corría más. En la enfermería le notificaron que por un centímetro no se había quedado manco como el de Lepanto y mostraba la cicatriz del evento que a punto había estado de acabar con sus prodigiosas capacidades creativas.
Después de la guerra, por independizarse de su padre, contrajo matrimonio con la hija de un cortador que mataba ganado ovino robado y al que tuvo que ayudar, a veces, en tratos dudosos, acarreando modorras sin esquilas, en noches sin lunas, por apartados cordeles. Tuvieron un chinijo y una chinija, y el seguía dibujando caballos. Ya tenía en su carpeta más potros que hay en los pastizales de toda Andalucía.
Más su señora no aprobaba su despego para con la mancera y el azadón, total, por diseñar caballitos de papel.
—Mira que eres a bulto, me decía mi señora─ si al menos los amasaras de miga de pan como la maestra Doña Visitación, los podíamos freír como torrijas pal almuerzo.
—Ya se había acabado el estraperlo, ya no pagaban por costal de harina o de garbanzas las perras de antes; las cosas iban de mal en peor, muchos de mi pueblo salían echando ostias pa Barcelona o las Vascongadas, otros pa las américas. Yo—decía ironicamente—me acordé que la duquesa de Valencia me aseguró que llegaría lejos así que me fui a la dirección de un paisano que currelaba haciendo mudanzas en Río de Janeiro.
Para un maúro belloto, Río era mucho Río, se perdía por una rua y se encontraba por otra. Encima transpiraba con las mudanzas más que en la besana, gustando tan poco él de sudores. Así que como dice la copla de la época sobre el emigrante: sombrero en mano volvió a España y al verla se descubrió. (Surrealismo del bueno).
Su destino era Barcelona—donde ya su señora le aguardaba en plan Penélope, con derecho a cocina en casa de un cuñado rijoso y de poco fiar—pero haciendo escala el barco en Tenerife, salió a estirar las piernas y por las terrazas del puerto vio a un tal Olaki, un judío navarro de apinochada nariz y boina de cabezudo de feria, que dibujaba a los chonis, itinerante de velador en velador.
—Y me dije ¿Por qué él sí y yo no? Dicho y hecho. Compré papel de dibujo y lápices de carboncillo, en una carpintería me prepararon una tabla de soporte y empecé a practicar en los tabernuchos con borrachines que se me prestaban a posar a cambio de unos vasos de Tacoronte. A la semana ya había hecho otra vez la mano y como quien pinta caballos, pinta hombres que para el caso es lo mesmo me mandé tres tintos de Tacoronte y bastante acojonado, con los precios que me escribió uno en inglés, y sin saber una palabra de alemán, de sueco o de irlandés me lancé a las mesas de las terrazas con el mismo pregón del navarro Olaqui:
—Portrait, portrait verigut, verigut portrait Y me salió redondo, hasta la fecha, que me vi aplaudido y aclamado por los guiris, comiendo a la carta en buenos restaurantes, pagando holgado una pensión decente, tomándome mis whiskys etiqueta negra y todavía me sobraba para meter en el banco, mandar a mi mujer y darme de vez en cuando un bureo por el barrio golfo de Miraflores donde no me faltaban gachís que me cambiaban un rato de cama en trueque de retratarlas algún hijo o familiar de una fotografía, difuntos incluído, o a ellas mismas en bolas, que hasta en una ocasión aretraté a una navarra veinteañera por una ocupación, tanto gustó que me vino su madre al otro día a lo mismo, una cuarentona, la retraté con el correpondiente trueque, aunque con menos satifacción y al otro día me vino la abuela entusiasmada, una sexagenaria con el arroz ya pasao y la fecha de caducidad borrada y como pude me escabullí del compromiso que se me descompuso el cuerpo, muchas anécdotas me pasaron en el Barrio de Miraflores…
Pero el bueno de Serenín no contaba con Olaki, que se decía haber sido profesor de dibujo y modelado en la Escuela de Artes y Oficios de Pamplona, un hombre muy territorial y alérgico a los intrusos que no tardó en mandarle palanquines pagados que le encargaban un portrait y luego le armaban la bronca:
—Usted es un timador como una casa, si este soy yo, mis cojones son claveles, me parezco como un huevo a una castaña y si quiere cobrar vamos a cobrar a comisaría a ver si usted tiene título pa pintar o es un impostor.
No ganaba para sustos. Otras veces eran los municipales, entonces solo modestos guindillas, que se ganaba Olaki a base de propinas, rones y enyesques. Total, que habiendo oído mucho y bueno de Las Palmas, allá se fue y allí le iba divinamente.
Durante años fue el rey de los pintores y el mejor, no habiendo otro en el parque de Santa Catalina. y un día inolvidable posó para él de colega a colega el gran artista César Manrique quien le felicitó por su talento. Con su boina de mago mesetario, su aire al Goya, también sorderas y malencarado de los billetes verdes, siempre empertigado de americana, aún con solajero; gordufo, fondón de buena baña, y trotón apresurado, las muestras en la zurda y lápiz en ristre en la diestra, danzaba de velador en velador ofreciendo un portrait a los guiris. Se estaba haciendo rico, en el Banco la cuenta engordaba; le salían muchos encargos para pintar murales en los baretos del Muelle Grande, su señora le escribía llamándole de todo y nada bueno, y él teniendo la mar por medio: a mi plin. Eso si, mandaba giros para contentarla, por eso de que el oro como la música, amansa las fieras.
Todo iba viento en popa cuando un día se acabó lo bueno o al menos lo óptimo. Corría el año 1968, ardía París con la revuelta estudiantil y ya no iba a ser nada igual: la invasión de los pintores de Montmartre se acercaba.
El primero de los conquistadores de París fue un mejicano chiquito pero matón como el del corrido. Echaba los inviernos en París y los veranos se los montaba de novilladas turísticas, en los carteles El Troni, que entre novillada y novillada hacía retratos y caricaturas, cuando no tocaba la guitarra con grupillos flamencos: todo por la pasta y hasta había sido finalista del Planeta con una novela sobre las andanzas por Salamanca y Andalucía de un novillero de Nueva España.
El Troni torero, como artista firmaba con el nombrete de el Compadrito. Se metió en el terreno del goyesco Sordo y le ganaba la partida; se defendía bien en inglés, iba de treinteañero, no de cincuentón, lucía pelambre acaracolado y cañí, coleta torera y se llevaba de calle a los clientes. El Sordo, que se creía dueño del parque por la gracia de Dios, bramaba y rechinaba las paletas.
Al saber que su rival gastaba albaceteña, de cachas de nácar, él, que nunca llevó nada encima, por no ser menos le compró a un marinero coreano un cuchillo de destripar atunes, de los que se abren como una flor de pétalos de acero y al tirar de ellos, se vienen con todo el tripicallo de los pescados o de los cristianos.
Contaba, lo había comprado para aplicárselo a Cianuro, (así bautizó al Compadrito), a la primera, antes que dejarse sacudir, ya que el nota al parecer también había hecho sus pinitos como boxeador del peso welter y ya había hinchado el morro a mas de uno. Cuchillo aparte recurrió a las tretas de Olaqui aprendidas en Tenerife: untó a un machango de la isleta para montar el número al Compadrito, y el resultado fue un machango con un ojo morado y la piña atufada.
Recurrió a un guardia civil, paisano y compadre suyo, con destino en Las Palmas —veterano camarada en el sitio de Madrid.—para que solicitara el permiso del ayuntamiento al Compadrito, del que carecía.
Ni por esas, el matador de reses bravas no se arrugaba. Recurrió el Sordo a la contrapropaganda a lo Hitler.
—Me se de buena tinta que ese maleta de Jalisco es un impostor que engaña al mundo, no ha estudiado dibujo ni sabe hacer la o con un canuto, ese es un alzado de la Justicia de su país, me costa que es de esos que buscan un sitio en los toros mariconeando con un apoderao parguela…La propaganda le llegaba al Compadrito, que—de bueno tenía poco—y ya solo esperaba, a fuer de taurino, una oportunidad.
Un día, mientras firmaba su trabajo, leyó en la expresión de sorpresa de su cliente que algo pasaba por detrás. Lo que pasaba es que el Sordo con expresivas gestualidades de mudo transmitía que aquello era una machangada, que cualquier parecido con la realidad era pura coincidencia, recomendando no pagar. Venía siendo lo mismo que le hacía él a veces también al Sordo.
El último gesto de invitación al impago lo visualizó el Compadrito ya puesto en guardia en el ring y mandándole al del Casar un gancho de izquierda al barrigón y luego un uppercut al careto. Ya en tierra la emprendió a puntapiés buscando cascarle los cataplines, y de propina le cerró la piña protestona con un viaje de coces que le volò—para su bien— una paleta picada, que no se sacaba por el coste y que luego fue de oro, y al Compadrito tuvieron que meterle unos cuantos puntos en la cabeza, fruto de la colisión con el canto del tablero de dibujo de su antagonista. Vinieron los municipales y los llevaron detenidos, luego se denunciaron mutuamente y todo quedó en nada salvo una cartaginesa enemistad entre un descendiente de los castúos conquistadores de México y otro de los chichimecas de Jalisco.
Pero el mundo da tantas vueltas que cuando empezó de verdad la marea hippie y el parque se llenó de pintores que decían venir de París, aunque algunos de Lugo o de Villanueva y la Geltrú, resultó que los cianuros se multiplicaron por cincuenta. Tal avalancha puso en peligro la supervivencia de los dos rivales hasta el punto que la nueva situación geopolítica les llevó a aliarse fraternalmente contra los nuevos enemigos. Convidando a enyesques y artemis a la autoridad les inclinaban a que les mantuvieran a raya la competencia,
Esta contraatacó convidando a más enyesques y chupitos y otorgando préstamos a fondo perdido. Así solo había unos beneficiados: los que pillaban astilla por los dos bandos.
El Sordo y el Cianuro perdieron la batalla y el respeto.Uno de Pucela y sin permiso, al que acosó sin tregua echándole encima los municipales y al que bautizó con el nombrete de El Quema se le reviró con unas aleluyas a la catalana con sus correspondientes ilustraciones de cartel de ciego pegadas por las paredes que rimaban:
“El Sordo de Badajoz,
gañán de herradura y coz.
Se cría con la bellota,
entre cerdos y en pelota.
Como ya no pinta nada
no hay pa café ni tostada.
En el parque sin dinero
vende el culo al extranjero
pero no encuentra ni clientes:
cantazos se da en los dientes...”
Y seguía largo, con escaso respeto a un excombatiente de las falanges de Castilla que peinaba canas, y a quien los fachas más significados le encargaban retratos nada menos que del Generalísimo y la colonia de andaluces rocieros y practicantes de la doma vaquera los retratos de sus caballos jerezanos.
Al tiempo el Sordo con tan imprevista competencia acentuó su manía persecutoria. Pensaba que todo el mundo hablaba de él y no bien. Un matrimonio de retratistas franceses le daban grima.
Usaba un lápiz sepia marca Lira, adquirible en cualquier establecimiento del ramo, mas él sospechaba que los gabachos querían saber donde lo vendían, así que, al ir a la papelería Babón, se metía por calles transversales, daba vueltas y revueltas de perdedero de liebres, se hacía un laberinto por despistar a los espías gabachos que suponía le seguían para comprar el mágico lapicero.
Los que si le seguían regocijados eran aquellos a los que él había contado su paranoia. Vivía el Sordo en los apartamentos Cóndor y cuando hubo un incendio en un estudio cercano al suyo, la humareda le entraba bajo la puerta.
Los bomberos avisaban por megafonía a los inquilinos que salieran a la calle, pero Serenín, temiendo una añagaza de chorizos para trancarle, se encastilló en su cubil. Los bomberos le sacaron por la ventana más muerto que vivo y acabó en el Santo Hospital recuperándose de una crisis respiratoria.
Cuando en la década de los ochenta las oleadas de yonquis enmonados acabaron con el turismo del Puerto, el Sordo fue víctima de varios tranques. No le perdonaban su pesada estampa sexagenaria. De nada le servía esgrimir el cuchillo de flor coreano. Dio en no salir o en salir adrede muy desaseado, a medio afeitar, a lo pobrete; teñidas las canas por simular juventud.
El antes tan pulido y cortesano, tan replanchado y limpio, se mimetizaba de matadillo de la tercera edad para no ser pureta-objeto. Dejó de pintar por si le veían cobrar.
En unos años se fue comiendo los ahorrillos. Se metió en los setenta largos. Se olvidó de pagar el apartamento y un día le cambiaron la cerradura. Se vio durmiendo en un banco del parque. Se acostó con sus zapatitos tan lustrosos y se despertó descalzo. A otro le hacían más falta que a él. En calcetines negros se lo encontró por la mañana el ya nombrado Pepe el limpiabotas.
—¿Quién me iba a decir que me iba a ver así? —dijo El Sordo— ¡en la calle y sin dinero!
— ¡Hombre, Valentín!, tú siempre les decías a los bohemios manirotos de tu gremio, el refrán de: putas y toreros a la vejez os espero y a los que te pedían una ayudita pa comer: ¿Tienes hambre? Pues comete la lengua por fiambre. Y de los enemigos como el Cianuro te refocilabas: no les mato para que sigan sufriendo malos ratos… pues, ahora te ha cogido a ti el toro.
—Yo me voy a quitar de en medio—decía el Sordo en calcetines—. Y Pepe el limpiabotas:
—¡Que te vas a quitar! yo te arreglo una plaza en un centro de ancianos de las Hermanitas de los Pobres.
Se lo arregló y para dentro. Pasado algún tiempo corrió la noticia de su óbito. Decían que de diabetes.
El fiero Serenín falleció paradójicamente melado y acaramelado por exceso de sacarosa. Pero Pepe, hombre ducho en la calle y sus miserias y en los entresijos de “la mala vida, que es la güena” comentaba la leyenda urbana, con entonación de melodrama celtibérico.
—Le ha pasao lo que a todos los que entran en las monjas en sin contar con una pensión aunque sea no contributiva, los que ponen, duran porque aportan, los que no, una inyección y así hacen un hueco a los que están en lista de espera y con dinero en palanca, es lo que llaman ahorita utanasia.

La baraka1 del ayatollah
Con una resultona artista parisién—con la que el Sordo más de una vez llegó casi a las manos alegando que le birlaba los clientes encandilados con el muslamen semivelado tras la falda ibicenca—navegó en ansias un devoto de Alá que aterrizó por acá, saliendo de la rueda de la mala fortuna.
Recién escapó del barco, la calle Albareda arriba, en un solar vallado dedicado a taller y desguace vino a dar con sus huesos un chiíta de Irak, natural de Basora, desertor de la guerra que El Sadam Hussein libraba con el Jomeini de Irán.
Se trataba de un oficial de la marina de guerra iraquí que tocando puerto su barco para unas reparaciones, aprovechó para escaquearse de la guerra de Gila, en la que no se le había perdido nada. Extraviado en la maraña del Puerto y gracias de seguro a sus fervientes plegarias a Alá se vio con acomodo si no bueno, raudo.
En un inglés de puerto franco se entendió divinamente con un canarión necesitado de un hombre para vigilante en su desguace. Jalin, que así se llamaba, se vio acomodado en una caseta de madera, en su momento, morada de un perro de presa canario. Era una caseta apañadita con su camastro y todo, que exigía agacharse al entrar y salir, como en el cuento de Blancanieves.
El iraquí no solo consiguió alojamiento gratis, también su patrón le daba propinillas y le traía bocatas, ojo, sin jalufo2. Se complementaban de maravilla, el chiita no quería moverse, era un desertor y en el mundo hay embajadas y consulados, cazadores de hombres, leyes marciales y consejos de guerra. ¿Cómo en la caseta del perro?...¡mejor en ningún lado!
El patrón, buscavidas del Puerto, trapichero de fotingos viejos,siempre buscaba duros a peseta y Jalil, sabía de mecánica.
Por el día le reparaba las chatarras y por la noche controlaba por si los chorizos. El iraquí era un chollo, por eso acabó llevándole muchos días, de su propio gallinero, un quíquere asado con papitas sancochás. El desertor Jalil se pegó unos cuantos meses arreglando vehículos y pues la práctica hace maestros, cada vez se defendía mejor con la llave inglesa. También el patrón le puso a levantar un muro con bloques que le soltó como paleta. Luego tuvo que revestirlo, encalarlo y albearlo, al final resultó casi un maestro albañil.
Y tales saberes y otros más secretos le vinieron bien para ir subiendo en la escala social. Como fue perdiendo el canguelo y la caseta le producía claustrofobia canina dio en salir a merodear por el Puerto cada vez más.
Le fascinaba la marcha del Parque donde ya hacía sus pinitos cosmopolitas la futura globalización; donde africanas de cien etnias lucían cien atuendos diferentes… donde tantos marroquís vendedores ambulantes se montaban al regateo con su cestillo de buhoneros, tantas gitanas de Extremadura vendían mantelerías a mogollón, tantos calés engodaban a los turistas con falsos omegas de oro-oro-oropel. Cuantos senegaleses de dorado bonete con sus ídolos, máscaras y elefantes de madera y músicos de parranda y tenderete, de guitarra y flamenco, de acordeón, de timple, o de requinto tocando alegremente por la voluntad… tantas rubias bronceadas con los encantos al aire y al sol tantos marineros de todos los mares con sus pacotillas, tantos pintores de facha bohemia, mimos y volatineros, faquires y hombres estatuas y hasta la barra del Derby bautizada como chiringay, ruidosa por los chonis de la acera de enfrente montando el nunca mejor llamado guirigay.
Allí en el Parque conoció a Lulú la pintora parisién que dibujaba a los turistas por los veladores. Empezó retratándole como gancho y acabaron de belingo y bailoteo horizontal. La pintora, como artista, le vio posibilidades y como él le contó que andaba arreglando coches y levantando muros, le percibió aprovechable en todos los sentidos y como había comprado un apartamento de saldo en el edificio Astoria, desmoronado de puro viejo y había que rehabilitarlo, dispuso reciclar a Jalilh, como restaurador de zahúrdas, bautizándole de paso con el nombrete de Ayatollah.
De la caseta perrera del solar pasó a una sexta planta al estilo Bovarik neoyorquino: un agujero negro donde cortada la luz, no funcionaban los ascensores y se subía por la escalera con una linterna en una mano y algo contundente o cortante en la otra para disuadir a los primeros y novedosos yonquis, que ya habían empujado a unos cuantos por las desprendidas barandas al entresuelo. La luz y la contundencia en la mano y en las botas también servían para disuadir a los roedores que paseaban alegres por la escalinata.
El apartamento, adquirido por cuatro perras en una subasta del Juzgado, más espacioso que la caseta de marras, ya era, más en deterioro la aventajaba: muros resquebrajados, el pavimento de socavones, fontanería estallada, la techumbre amenazante. Dos catres cojos y un estante descoyuntado eran lo más apañado de la mansión.
Allí dormía, allí le visitaba la pintora francesa que le intuyó aprovechable en todos los sentidos, pero que vivía en otro sitio y otro rango. Él, como peón ayudante y su jefe, un oficial sordomudo, Don Lorencito—que hacía presupuestos a la baja y currelaba solo cuando en la tele no daban fúrbol—fueron restaurando el apartamento. La pintora no tenía prisa en acabar la obra pues le oyó que al terminar se iría a Playa del Inglés y quería aprovecharle bien antes, como hombre de provecho que era. Él, al acceder a un habitat semihumano no tenía prisa en perder ese rango.
Su empleadora, a la vez jefa y consentida, le retribuía mejor que su antiguo patrón y además, se portaba ¡y como… en la cama!
El Ayatollah Jalil, estaba encantado y en sus plegarias de cúbito supino, agradecía a Alá el Grande lo mucho que le favorecía. Con gran respeto a las rígidas normas morales de la rama chiíta, en la que se había formado, siempre, antes de cada coyunda, requería a su patrona, a, postrada de rodillas como él, de cúbito supino, celebrar el rito del matrimonio por horas: sacramento chiita que oficiaba con fervor no exento de prisa, rezando para tal menester las plegarias en árabe, de las que no entendía ni jota la temperamental parisién a pesar de que llegaron a casarse sobre quinientas veces mas o menos.
Total, que unas obras, que dos paletas dispuestos, apañan en tres meses, a él y al maestro mudo futbolero les duraban ya un año, hasta que un día la pintora parisién cayó en la cuenta del tiempo pasado, como en los tangos, y se enfadó mucho, y los despidió con cajas destempladas. Que a la luna se le había gastado la miel, y contrató un maestro de obras gallego que al ajuste hizo en tres meses más que el místico Ayatolah y el hincha culé D. Lorencito en un año.de solapada vaguería.

1. la baraka es suerte en árabe; 2. cerdo en árabe.


Había un negrito del África tropical
Si al Ayatolá iraquí la providencia de Alá le resultó tan misericordiosa a otros como Jimmy Blancanieves, quizá por ser solo un catecúmeno de los misioneros claretianos en Fernando Poo, no les fue en el Parque lo que se dice bien.
De los morenos de Guinea Ecuatorial que les dicen Bubis y que venían de su país becados para estudiar en la madre patria se podría contar y no acabar. Muchos se adaptaron a las mil maravillas, acabaron con matrículas de honor sus estudios universitarios y triunfaron en la vida por todo lo alto pasando desapercibidos,
Pero unos cuantos, asiduos de Catalina Park, destacaron precisamente por dar la nota. Un tal Jimmy Blancanieves, llegado tiempo atrás a la metrópoli, becado por sus méritos para graduarse como médico, perdió la ayuda, no quiso regresar a la selva, y aparece en escena juntándose con los derrotados que acampaban en los bancos de piedra, en el centro del parque, cerca de la fuente, bajo el árbol…del ahorcado, como le decían algunos, y más que por la morenez de su cutis destacó por las soluciones que aplicaba a la consecución de recursos económicos. Un atardecer apareció enjaretado de mandarín, regalo de un murguero de carnaval, las uñas de la mano izquierda largas y pintadas de azul. Un tiempo fue un pedigüeño mandarín para conseguir esnifar una papelina, fumarse un bolichito, o jincarse unos rones, que el caso era meterse algo. Cuando se quemó como mandarino se le vio entre bromas y veras a los tranques con una jeringuilla de yonqui, pero tan cantinflas que los supuestos tranqueados que le veían no ir de malote, se partían de risa. Por si fuera poco, acabó cayéndole encima la madera que le quitó la jeringuilla sin dignarse ni a arrestarle donde se papea caliente. Fue otro fracaso empresarial.
Tras varios bisnes de menor cuantía aparece petitorio en un cochecito de chinijo, ataviado con prendas infantiles cosidas a su hechura por un colega manitas de plata. Sin faltarle el sonajero y el biberón, hecho un comediante, un buen característico que daba el pego aún resultando un chinijo superdesarrollado, de noventa quilitos largos, que resaltaba más, pues de niñera oficiaba un tal Cojinete, de body más bien escaso. Jimmy y Cojinete Sociedad Limitada, toda una temporada de invierno, cosecharon éxitos económicos y consiguieron hacer partirse de risa a muchos turistas de aquellos tiempos felices.
Pero todo se acaba presto, como verdura de las eras, que dijo Jorge Manrique, y más, en el reloj de arena que cuenta los segundos de los marginados.
Blancanieves, estando en el Puerto, en su cochecito infantil, junto a un dique, unos decían que fue una riña tumultuaria y le empujaron al mar, otros, que se le fue el cochecito por fallo en la dirección, rodando al piélago.
El hecho es que se ahogó, por no ser funcionario del ayuntamiento. Cojinete, su socio de la Isleta, exmarinero de altura, se salvó soltando el volante y se ubicó de señorito de compañía de el Alcalá, un pintor retratista, licenciado del tercio, dipsómano y ceutí que dió mucho que hablar.
Dormían en las chamuscadas ruinas de la fábrica de hielo como otros veinte mataos. El Pintor apalancaba en los picantes la pasta, con la picona y alguna china1 de costo, y sumido en sueño ronero no se enteraba que su tronco, mandadero y compadre Cojinete, le aligeraba los picantes como es uso común entre cabayeros.
Más, entrando en sospechas, una noche, montó centinela y simuló roncar. Cuando Cojinete entró al engodo, le arreó tal botellazo que pasó un mes sacándose esquirlas de cristal del coco.
Luego, vasallo sin señor, a pesar de un pasado señorial
Durante años vestido a la última como un figurín de Liverpool se le vió paseando al gran danés de su protectora, una funcionaria de telégrafos peninsular con la cual vivió la gloria y la fortuna del dulce far niente del gigoló hasta que la dama de marras le cambió por otro de mas envergadura. Soltero y solo en la vida se embarcó de costero al mar de Namidia donde tripulantes coreanos ávidos de meterla en caliente le vieron aprovechable como madelón y solo su bravura con el destripador de atunes le permitió- según él- salvar el precinto del lance. Cuando empalmaban dos noches seguidas de marea el patrón de pesca del norte le amenazó con botarle a los tiburones si aflojaba en el ritmo de la colla. Al final de tres meses en alta mar desembarcaba mas muerto que vivo y con lo callos mas grandes que lo dedos. Los próximos embarques su cuerpo por instinto de conservación le trastocaba los ritmos horarios, llegaba al embarque todo equipadito cuando ya el pesquero navegaba el ancho océano
Así acabó su vida de lobo de mar como había concluído su lotería como gigoló de funcionaria y se vió abocado a la vida en la calle de matadillo sin futuro claro. Y tras sus aventuras como niñera de bebés gigantes y luego como señorito de compañía del renombrado artista plástico El Alcalá y luego ya vasallo sin señor se abandonó un tiempo al registro de andar por las terrazas apalancando restos de sándwiches, libándoles las copas a los chonis, y… pies para que os quiero.
Así, al paso, de valdivia, como hacían Apolonio el Loco y
una punta de venaos2 más, se regalaba Cojinete en una tardecon el equivalente a seis bocatas, ocho cafés y media botella de ron, para acabar sobando bajo un árbol del parque, como un fauno antiguo bajo la noche estrellada. Cuando los camareros le marcaron en corto, se le acabó el chollo. Y se aquerenció a buscárselas, por Ripoche y Tomás Miller.
Allí, el restaurante la Estrada le dio mucho juego por lo superconcurrido. Como otros descuideros acechaba a los apurados por cambiar el agua al canario, y mientras, él, calculando la meada como un reloj suizo, se zampaba el condumio en un santiamén y... puerta, hasta que el personal del establecimiento le vio venir y le cortaron por lo sano con el palo de béisbol que presidía el mostrador.
Con un chichón como un peruco en el colodrillo, al final, se las buscó como machaca3 del Petaca, un nota que había hecho sus pinitos como boxeador hasta que la picareta le convirtió en un botao de la calle, que, aunque con muy poco aprovechamiento, chuleaba a dos hermanas dipsómanas, de apodo las gemelas, que andaban en sin bragas y se ocupaban de pie, a lo pobre, en los recovecos de la Glorieta de Fátaga, atrás del parque, en los hoy, territorios del celebrado gallo Pancho.
El Petaca sacudía a las hermanas sin bragas un día sí y otro también. Pernoctaban todos idílicamente, entre los floridos pensiles de la Glorieta y se llegó a rumorear que Cojinete—tan alto picaba—navegaba en ansias con una de las Gemelas.
A su vez el Petaca, cuando no tenía a quien arrear piñasos y se ponía de los nervios, suplía el saco de boxeo usando a Cojinete de sucedáneo, que resultó un estupendo encajador vocacional que también arreaba lo suyo de vez en cuando. Una mañana radiante y primaveral Cojinete amaneció fiambre entre parterres de flores.
En su ambiente se dio por hecho que le sentó mal hacer de saco pugilístico.El Petaca, anduvo detenido pero la autopsia no aclaró nada y escapó del trance gracias a la ley del silencio, y lo celebró arreando más que de costumbre a una de las Gemelas. Uno de los piñasos la produjo un derrame en el coco, y ahí, sí, el Petaca fue derechito a la Madrastra, donde al tiempo corrió el rumor de que se lo llevó de este mundo un tumorcillo en el celebro, secuela quizá de los piñasos que le arrearon compinchados—en plan justiciero—varios internos del barrio de las gemelas: cosas del Budismo.

1. tableta de hachis; 2. loco; 3. en carcelario, recadero.



La función de pluma roja
Pluma Roja fue otro compadre de Cojinete que también conoció las mieles de andar a señorito de compañía del Alcalá, supervivientes los dos de la XIII Bandera de la Legión cuando la masacre de Sidi-Ifni. Si como caballero mercenario de fortuna no pasó de soldado de segunda, luego conoció en la vida civil la gloria de los aplausos de su distinguido público tras sus exitosas actuaciones ante la terraza del Derby.
Se trataba de un exlegía verija y acantiflado, la barriga al aire como las calientapollas de hoy en día. Contaba con su pagueta por servir en el Tercio la tira de años como aguililla1; paga que se bebía entera en una semana para luego dormir de pensión en la fábrica de hielo como señorito de compañía del Alcalá o en alguna barca de la playa de las Alcaravaneras.
Cuando no hacía algún recado a su valedor el Alcalá, andaba más bien solanas, a lo perro callejero y gustaba de contemplar las perfomances de Lolita Pluma, de Salvador, el mago del timple; del Chicha el del requinto, de Celso Bugallo el genio del mimo, hoy un ilustre oscarizado por su papel en la pelicula de Mar adentro; del fáquir inglés misterGin y de el Jóse Lenguanegra, comefuegos de Madrid, al peninsular del acordeón Cocodrilo Dundú, al también legía italiano del bandoneón y tantos otros.
Un día, el viejo aguililla del Tercio con sus tatuajes reglamentarios de las armas de la legión en los antebrazos se transformó en Pluma Roja. Unos calzones de cuero con flecos y unos mocasines de manufactura hippie, un minitoraxpecholata desnudo, con pinturas de guerra sobre calaveras, mujeres y serpientes tatuadas en África, la jerol maquilladaen rayas rojas, un hacha comanche de goma carnavalera a lacintura, una larga pipa de la paz, y lo más señalado, pues que le dio el nombrete: una cinta anudada a la cabeza con una erguida gran pluma encarnada.
Pluma Roja, frente a la terraza del Derby daba el primer pase a la una del mediodía y el segundo a las once de la noche. Cantaba, nada de la danza de la lluvia o de la guerra como se podía esperar de su atuendo, sino rancheras de Pedro Infante y Jorge Negrete… corridos de la revolución como:
—“Que me afusilen cantando… o Gabino Barrera, no atendía razones, andando en la borrachera, con una pistola de seis cargadores le daba gusto a cualquiera...” y otras por el estilo.
Cuando conseguía polarizar la atención y los guiris disparaban sus flashes y lo grababan en video o le sobrevenía los aplausos, Pluma Roja, ignorando las perras que le pudieran haber botado por el piso se despedía del respetable hasta el próximo pase.
A veces no aparecía en una semana, otras, allí estaba cada día. A finales de los setenta con la broma pesada de Tejero ya en puertas, pasó una semana y dos y tres y el viejo artista que no acudía a su cita con el respetable. Por lo visto por desnutrido de darle a la priva, amaneció tieso en una barca de las Alcaravaneras según reseñó la prensa, y solo por esa causa mayor no pudo acudir más a su gala.

1. legionario de segunda porque no hay tercera





El caniche mendigo
Otro que como el Jimmy Blancanieves demostró una creatividad ya a niveles de perfomance, en el ejercicio lucra-tivo de la mendicidad artística fue el Mirko, un turista finlan-dés que en un vuelo de Finnair Helsinki-Las Palmas aterrizó en noviembre el año de gracia de 1985, a beber más que a vivir, 15 días en Gran Canaria. Era un finés de turismo de drinky y sol; atraído por el señuelo de la oferta variada y los precios de los licores en Gran Canaria, como Cuba, pero con las curvas en las botellas en lugar de en las mulatas.
Trabajaba en la madera, que en Finlandia no es ser de la pasma sino moverse en lo forestal y las vacaciones para él eran empalmar una chispa con otra hasta volver a la absten-ción y el currelo. Se hospedó en los apartamentos Litos en la calle Secretario Artiles, cerca del famoso Jeremías, a dos pasos del parque, y lo primero que hizo fue rebosar el frigórifico de ron Arehucas y Artemi, whisky Johnny Walker de Etiqueta Negra, ginebra Larios, vodka Baylen, Pippermint, Malibu, Tia Maria y Cointreau.
Los quince días se los pasó cual don Quijote, de turbio en turbio y el día de regreso a Finlandia, dormía en la playa al solajero, con la cabeza protegida por toallas y no era más que una gamba borracha perdida en la parrilla de un tenderete. Vinagre y sin dinero, pero ya en trato con otros nórdicos que vivían o más bien bebían en Gran Canaria, se empadronó con ellos a dormir en las barcas de la Puntilla, que si les encanta a las ratas no debe ser tan mal sitio. Los resacones le llevaron a la tembladera, la falta de picareta y la fobia al delirio le abocaron a pedir y mendigar a los turistas nórdicos como hacían sus coleguitas, pero como en todo hay clases pronto destacó su industria sobre los arbitrios de sus troncos.
El parque de Santa Catalina, rompeolas del orbe entero antes de la globalización del mundo mundial acogió sin inmutarse, por supuesto, sin enterarse, otro evento más: un finlandés rojizo, a medio embarbar, empujando un carrito con un niño y pidiendo a otros finlandeses más que por el amor de Dios por al amor del vodka (por eso de la empatía).
Triunfaba y tocaba perras que era un gusto, que él solo mataba la sed de toda la tribu. Tres meses le duró la gloria bendita. Un chivatazo le perdió. Los de protección de animales y los guindillas cayeron sobre él al unísono y se descubrió el pastel.
Su patraña petitoria con que embaucaba a sus compatriotas era que su mujer se había abierto para Senegal con un guaperas de color y le había dejado en la calle y sin dinero y con una inocente criatura de tres meses. Pero no aclaraba que la inocente criatura, era una perrita callejera… dopada de Valium, vestida con ropa infantil, bien sujeta con las correillas y con sus zapatitos y guantes y tan arropadita que no se le veía el careto canino.
Le cayó una denuncia por maltrato de animales con el agravante de violencia de género por tratarse de una perrita. Luego le llevaron al Consulado. El cónsul in sito le facturó para Finlandia donde volvió a lo suyo, a cargar troncos de abedul en un almacén de madera. Eso sí, dos veces al año regresa a Catalina Park, a tomarse un trago con el narrador y a libar en cantidades navegables con los amigachos de banco y Don Simón, evocando los meses que víctima del abandono de hogar, fue abocado a pedir para poder sobrevivir o sobrebeber.




Los peligros de ser bueno

Si Mirko el finlandés alcanzó en sus perfomances, excelencias de museo de arte extemporáneo, posiblemente le superó una dama generosa, a quien llamaban la Madrina que compartió con él a veces, la terapia de grupo: libaciones al unísono, de todo, salvo agua,

Asidua de las terrazas del Parque, bien entrada en carnes y no corta en años, con reminiscencia de haber sido hermosa, rodeada de un halo de soledad y aburrimiento, pasaba las horas en la terraza del Central vaciando botellas, a veces con colgaderas como Mirko, y como otras mujeres y hombres en el parque, buscando marío.
Diligente trabajadora tiempo atrás en la calle Andamana, la quitó de la puerta abierta un piloto de altura, peninsular del norte, patrón de pesca nada calderoniano, que como buen bebedor lobo de mar, cascó pronto, y la dejó una pensión sustanciosa.
Por si fuera poco, como siempre llueve sobre mojado, la tocó en la Bonoloto una punta de millones, así que no faltaban aspirantes a chulos, pero algo no iba, pues la guindaban, o la duraban poco y volvía la bruta y fría soledad.
La gente deprimida por la incomunicación y el ocio sin norte, se mete a veces a alguna asociación benéfica o alguna ONG, o recauda dinero para los chinitos de la Santa Infancia.
Ella, más a su aire, hacía el bien a lo bestia y al tuntún como madrina de bautizo de pueblo. El día que la chispa le daba sacramental, enfilaba la calle Ripoche y a la entrada o la salida del bar Avión o en el recinto del bar Megusta, o a la altura de la Palmera, o el Rayo sacaba billetes de los verdes a puñados, y los echaba a volar a favor de la brisa, desen-cadenando avalanchas de matadillos, en rodapié por el suelo a por las perras, no faltando algún maestro sastre e incluso algún oficinista vergonzante.
—¿Están contentos, cabrones? Pues… mañana traigo más.
Al otro día hacían guardia, atalayándola los movimientos etílicos, con vana esperanza. Esa noche venía de vacío y así otras, más la siguiente, ¡Zas!, a la altura del Campari, empezaba a soltar lastre y arremolinaba otra vez una punta de buscadores de oro de California—solo faltaba por música de fondo, la triste balada de Clementina.
Hasta que una noche, paladeando una Heineken en el bar Megusta, rodeada de botellas vacías—ocupada la barra por un apretado grupo de buitres, clientes soñadores de pedreas de Navidad—se levantó soltando una andanada de tacos entre los que no faltaban los:
—¡machangos! ¡totorotas! ¡palanquines! ¡lajas! ¡papas fritas! ¡toletes! ¡que valor! ¡arranca, colchón! —esgrimiendo una botella en cada mano y arreando con todas las ganas.
Al que no le alcanzaba en la cresta, le arreaba en el cuello o en el mentón y luego, con la botella escachá, a algún morruo1 le rajó el boquino, a otros el careto, alguno sacó un ojo morado y la sangre, tan escandalosa siempre, gateó por el suelo. Fue todo tan rápido que ningún culpado o culpada se revolvió, salvo por pies.
Arbitrariamente siguieron días de confites y días de botellazos como en la leyenda del toreador Frascuelo: obsequioso con los sablistas a base de duros de plata unos días, y de ensaladas de hostias otros.
Y como en los documentales de Rodriguez de la Fuente en que las hienas a base de zarpazos aprenden la distancia debida al banquete de los leones, también los buscadores de oro se acomodaron al trecho prudente los días de reparto.
Las conductas se contagian por compulsión compulsiva. Cien funcionarios del gobierno o cien mandaos del alto clero, botando perras por las calles de una ciudad—tan inverosímil—a la vuelta de unos semanas contagian a los pudientes cargados de divisas (eso piensa al menos el autor,optimista-antropológico-irónico como algún iluminado leonés del barrio húmedo, devoto de la procesión báquica de San Genarín.
Un pudiente, contagiado compulsivo, fue D. Petronio el Grande, un godo de aluvión, de trepidante biografía, galaico de muchas arrobas, ciento cuarenta kilos en vivo.
Nacido en el valle del Salnés. Su madre, modista en soltería. Su padre, fillobravo da silveira, emigrante duro en Nueva York, enriquecido en el puerto, estibando toneladas al ajuste. Un indiano perulero, un hombre hecho a si mismo, que regresa al verde valle enxebre de la infancia, y compra el pazo a un disoluto marqués golferas en las últimas—para los coñones el pozo—y con el pozo, cumplidas leiras de sembradío. Luego, celebra bodas de tres abades legitimando al joven Petronio. Brillante bachillerato de este en Santiago, luego, derecho en Valladolid, torcido en suspensos y golfería.
Castigado una temporada, roturando tojales con la Golondrina y la Marela, alcanza el don de lágrimas. Su padre le achaca salir a su madre y no a él.
—Sales a tua nai, carallo, vas a aprender a llorar pero con motivo, rapaz, vas estar arando un año entero de sol a sol y a puro caldo.
Pero por suerte antes del año muere el tirano, y Petronio retorna a Pucela y en ocho cursos consigue (gracias a la erotizada recomendación de la señora del emérito) aprobar Derecho Político, que ya es algo.
En el Valladolid de los años 50, se mete a culturista y mola de espaldas y pectorales en las piscinas Samoa, aprende a fumar rubio con estilo en las peliculas de Gary Cooper y Humphrey Bogart, se enjareta a la medida como ellos, luce seda en el cuello y pañolete de bolsillo, ostentosos gemelos, zapatos café con leche y brillantina en la pelambrera. Le protegen respetabilísimas señoras de médicos y abogados.
Y en sociedad tan calderoniana y virtuosa, le sigue el escándalo como al Tenorio, escándalo que acaba cuando tras vender el pozo y el último celemín de tierriña, ya fallecida su madre, funde todo, y sus burguesas protectoras ven que ya no hay nada que rascar.
Tras vender hasta el paraguas y la última corbata, escapa de un precario dormir en un banco de la estación ferroviaria, gracias a una representación de piensos para toda Castilla y León, que le apareja muchos asaderos en apartados concejos olvidados.
Llega a los 120 kilos para uno ochenta de talla, putañea por la olvidada Zamora y por la docta Salamanca donde abundan las lusitanas económicas. La empresa, le manda luego a la Baja Andalucía, y en Montoro contrae nupcias con la hija de un secretario de ayuntamiento, una andaluza chiquitita y delgadina, prendada del aparatoso kilometraje del celta.
En Cádiz le ficha como viajante una empresa de efectos navales que demanda un ejecutivo para Las Canarias. Llega a Las Palmas en 1970, la que será, como para tantos godos su locura y su sepultura. Los cabarés de las calles golfas de la Isleta y el Puerto le flipan y enagenan. A los restaurantes gallegos de la calle Miguel Rosas les deja temblando cuando se sienta y pide la carta con los manjares de su tierra. Llega a los 140 kilos.
Su mujer da a luz una niña pero él sigue regresando a su casa lleno de whisky de garrafa y cantando a perfume de putas de Montevideo. La sufrida esposa planea en frío el desquite y el desquite llega. Petronio conoce a un bilbaíno, en tiempos ciclista de fama, por mal nombrete Jesuita, que duerme la jumadera en su portal. D. Petronio como tragón, putañero descontrolado, y borrachito, tiende a blanduras de corazón
El bilbaíno le cuenta sus cuitas y la cojera de su tobillo escayolado, de como vendía bocatas por la noche en la esquina del hotel Tigaday y como por la competencia en el negociete, un atravesado exlegía de Teruel, por alias El Jamonero, cumplido del maco, le dio un toque.
—Ese sitio es de mi menda y dos meses de na, a la sombra, no me hacen perder mis derechos.
Jesuita daba por bueno lo de a palabras necias oídos sordos. Pero una cosa piensa el bayo y otra el que lo ensilla. Una madrugada, cheirando a ron Arehucas, vino el Jamonero —tan poco dado a la lectura—con el diario La Provincia enrollado en la mano.
Al buen uso mangui2, dentro del diario venía una brava3 de aquí te espero, con la que arreó en el tobillo al usurpador, que tomó tierra, doliéndose lastimero, mientras el de Teruel se alejaba sentenciador:
—La próxima vez te corto el culo.
D. Petronio el Grande, afectado por estas cuitas, no pudo por menos, que acoger a Jesuita a dormir en su mansión.
—Somos los dos del norte, ¡carallo! le dijo, cantando ajumaos en el portal Asturias patria querida—tú hasta que se te resuelvan los problemas a dormir en mi casa que es la tuya.
Así, aconteció lo que aconteció, que una amanecida llegó Don Petronio el Grande a su morada y se encontró el cuadro. Jesuita dormía en su cama al lado de su señora, pero encima y con movimiento continuo.
D. Petronio le recriminó su conducta impropia y el otro, a lo suyo, aunque no lo era. D. Petronio le arrastró en calzoncillos a la puta calle y desde esa infausta noche declaró la guerra fría a su señora y cuando la guerra se calentó, ella, con un ojo a la funerala, acabó volando con su niñita a la Córdoba lejana y sola.
El cornúpeta del norte acabó en el paroxismo etílico montando el número cada madrugada. Acusaba a los encargados de los baretos el haberle robado a su rapaza. Amanecidas de churrería y orujo, mañanitas de resacón, no discurrió nada mejor que recurrir a sucedáneos. Vestía a un melón con la ropa de su niña y lo paseaba, maternal madraza, por la calle de Nicolás Estévanez en su cochecito de cuento. Eso le condujo aceleradamente a un centro psiquiátrico. En su parlamento:
—Me enchiqueran en el manicomio esos hijoputas porque padezco de amor de padre.
Y en unas de sus altas por mejoría en sus crisis, presenció como la generosa viuda de marras tiraba las perras al aire y él, ni corto ni perezoso, sacó un fajo engomado y empezó a soltar lastre.
A la vez que se desnudaba de su riqueza lo hacía también de sus ropas componiendo de perfomance el despelotado más voluminoso de Botero. El desnudismo paradisiaco sumado al reparto evangélico le condujo otra vez a velocidad al internado.
Desde entonces cuando salía con el alta y cobraba el paro o comisiones atrasadas de su representación, le daba por lanzar estampitas al aire preferentemente en el barrio Chino y enseguida venía un furgón a llevárselo a la casa de Orates. Forcejeaba y gritaba al narrador de esta verdadera historia, su acompañante:
—Me detienen por meterme a bueno, cuando me gastaba todo en putas y wisqui y zurraba a mi mujer no se metían conmigo; no se puede hacer el bien en este mundo pues te toman por majara4, ejerce la caridad para que te hagan esto. Por favor cuenta al mundo lo que me hacen por volverme bueno.
Grises o loqueros se lo llevaban sin remisión otra temporada a la sombra tras los consabidos trámites.
. Finalmente, tras una salida de recuperada cordura, tirando billetes desde su balcón, en camiseta y calzoncillos, le apretó el severo enfisema que adolecía y se asfixió a lo murciélago, y como un hombre de los de antes, sin dejar de dar caladas al cigarrillo, mientras los alegres y volanderos julios Romeros de Torres aterrizaban en el suelo encandilando a la rapáz avifauna de la calle.

1. en canario callejero, estúpido; 2. golfo; 3. en caló la palanqueta;
4. loco en jerga marginal.



El mercedes canelo

Del mentado Don Petronio, el libertino muerto en olor de santidad, repartiendo como un bienaventurado su fortuna, igual a granujas que a necesitados, antes de su milagrosa conversión, fue compañero de belingos y tenderetes gastro-nómicos, etílicos y eróticos Don Jerónimo de Santullana y Campomanes, alias Minadeoro, peninsular del norte, de las Asturias de Santander, armador de barcos de pesca de altura en la Mar Océana, asiduo de la terraza del Central, que acabó encoñado en laberintos extraconyugales con una periquita de barra americana, tan estrecha y formal, que le cobijaba a cuentagotas aún poniendo hasta medio kilo al mes.

Como el curro, el zarpacallo, el ahogarse y todo eso es obligación de la marinería, la suya, como armador, era hacer caja y luego fundirla en las barras americanas, cerrando clubs para él solo y sus amigachos. Y venga champán francés para todos y todas. Tanto había fundido de la plusvalía que le sudaban los marineros que un colega suramericano con dotes de cantautor, le había sacado unas coplillas, que decían así:

Cantemos por grande al Mina
que en yantar nunca escatima
Pedimos: gaste en manteles
lo que funde en los burdeles
y deje el mal derrotero:
Las mancebías del mundo entero.
Canción que le cantaban en coro a veces al final de los tenderetes financiados por su filantropía cuando con la pitanza, el vino y los cohibas, el belingo se salía de madre.
Ese vivir, fundiendo el parné que le faenaban sus costeros, afirmaba convencido resultarle si cabe tan trabajoso y esforzado, en un sentido, como el bregar en las procelosas aguas del banco subsahariano y además mucho más caro, carísimo. Por eso eran frecuentes sus amargas quejas en la tertulia del parque acerca de lo cara que era la vida cara nocturna; las hembras y el burle.
—También la hay más barata y económica le dejaba caer el compadre de las coplas. A lo que alegaba él.
—Sí, pero es que esa ya no es vida.
En su momento, un día sí y otro también, se encaminaban a alegrar el ojo a las whiskerías, a los topless, al Jockey, a los clubs de alterne de élite, dispuestos a correrla por lo menos visualmente.
Una noche al cruzar la calle Luis Morote, cerca del club Los Seis Conejitos, donde su consentida—en teoría solo descorchaba en plan estrecha—don Jerónimo se paralizó haciendo una muestra de podenco a un mercedes canelo, rutilante, que parecía de paquete. Le camelaba por el color y como no era la primera vez, un día le dijo uno de sus colegas.
—Con razón le miras con tanto embeleso, ¡si es que es tuyo!
—No entiendo, —alegó el señor de Campomanes—. Eso de que es mío ¿a santo de qué? Y el otro:
—Lo que uno sufraga con sus perras es suyo, ¿sí o no?
—Hombre, supongo que sí… pues por eso, —alegó el otro. —Con ese mercedes farda el marido de la Marquesa, el Correcaminos o sea, que a buen entendedor, pocas palabras.
Entrando al turno siguiendo el vacilón, salió al quite el colega de las coplas, de nombrete El Lunfardo, argentino de Montevideo, el intelectual del cotarro, el tuerto entre los ciegos, regentador de un puticlub, memoria viva del Martín Fierro, la casada infiel de García Lorca, numerosos pasajes del Tenorio, jácaras de Quevedo, coplillas de su propio caletre aparte, que, cogiendo, la ocasión por los cuernos—en todos los sentidos—se arrancó recitando con voz potente y jocosa entonación el soneto de Quevedo que le caía a su lastimado tronco como pedrada en ojo de boticario por ser el desventurado protagonista, tocayo de Don Jerónimo, por esas casualidades de la vida y que dice así:
Dícenme don Jerónimo, que dices
Que me pones los cuernos con Ginesa
Yo digo que me pones cama y mesa
Y en la mesa capones y perdices.
Yo hallo que me llenas de tapices
Cuando el calor por el octubre cesa.
Por ti mi bolsa, no mi testa pesa
Aunque con molde de oro me la rices…
Y metía de morcilla de su propia cosecha:
Por ti voy en mercedes de paquete
¿Quién es pues, el que al otro se la mete?
Y seguía con los tercetos quevedescos:
Este argumento es fuerte y es agudo:
Tú imaginas ponerme cuernos; de obra
Yo, porque me los pones te desnudo
Más cuerno es el que paga que el que cobra
Ergo, aquel que me paga, es el cornudo,
De lo que de mi mujer a mi me sobra.
Mientras que D. Jerónimo miraba el Mercedes con ternura de padre, El Lunfardo, quitando hierro al asunto se arrancó con una salida fetén.
—Venga muchachos, vamos a darnos un homenaje, os invito a barra libre en mi club, rayita incluida, y a ti D. Jerónimo a un casquete por la cara con la periquita que más te camele, verás como se te quita el cólico de cuernos.



Una piba del Puerto
Concuña de La Marquesa, la periquita protegida del mecenas D Jerónimo, pero más amateur, autónoma y reacia a integrarse bajo la férula empresarial, medio golfanta, medio vampiresa, medio de todo, la conocida como la Rubia de Bote, después de andar medio enredada con algunos especímenes de la subespecie paganini, se vio sin comerlo ni beberlo, enchulada, o sea, poniendo, para que un galletón alto y cachas como un andamio, el Chicha de nombrete, hiciera caja a su costa.
Aparte de los cabritos esporádicos, había fichado por entonces de rendido sostenedor enamorado a un escultor de retorno de la emigración en Venezuela, asiduo del Bar Texas y de la terraza del Derby, renombrado artífice de estatuas públicas en Caracas. Barbado y melenudo como el emérito profesor Reina, alto y estirado cual D.Quijote, conquistador en su juventud de guanche majorero, un egregio artista que le daba a la piedra, al bronce y a la talla sin cesar, para conseguir los ingresos que requería para su mantenencia y sus rayitas de perico la dama de sus tocamientos.
Para sonsacarle con más eficacia, le había confiado tener un niño chico, Feluco, fruto de antiguos amores desgraciados, niño que le cuidaba una familia de Vecindario, cobrándole un ojo de la cara.
El artista, como todos los del gremio de maduros amancebados con adictas jóvenes, ponía sin tregua, con tal de no ver ni en pintura al chinijo de marras. Como tal crianza no existía, aparte de para droga, las perras de la sonsaca, las administraba el chuleta que, grande como un armario, papeaba por tres, a lo gourmet, con Riojas de reserva y sin olvidarse de la rayita como postre imprescindible
A pesar de echar horas extraordinarias labrando estatuas para los ayuntamientos de las islas, el solicitado artista andaba siempre justo de numerario. Se sucedían las crisis y tensiones, azares y disputas, llegando a las manos con frecuencia entre lance y lance de cama. Desdenes y celos consumían la madurez del egregio artista. No faltaban moratones en el boquino o en los luceros de la ingrata. A veces la abultaba demasiado el careto ¡algún piñaso! Dada la escalada de violencia, El Armario, se vio obligado a cumplir con sus deberes de caballero andante. Se justificó una noche en que el escultor de Fuerteventura había tenido una fuerte tremolina con la fatal hembra de esta historia; que hasta acabaron en la Comi. Le abordó en la calle Miguel Rosas. Con cortés amabilidad y gentileza caballeresca se presentó.
—Buenas noches le de dios, señor artista. Querría aclarar con su excelencia un malentendido. ¿Ud ha oído hablar de Feluco, el niño de su piba, verdad?
—Sí… ¿pasa algo? ¿Acaso es Ud su padre? —dijo ásperamente a la defensiva el maestro de la gubia.
—No me ha comprendido bien, señor mío, —continuó el andamio—yo soy Feluco, solo que en dos años he desarrollado mucho, ¡-como Ud es tan generoso con mi mamá y no me falta de nada!
A la entrada de un bar galaico donde se desarrollaba el diálogo, colegas de ambos, vieron el paso fulminante del verbo a la acción. El laureado y atrabiliario artista, embistió, nunca mejor dicho, contra el aventajado galletón. Destrezas varias de puño, fintas, cabezazos, zancadillas y pegas eran su repertorio modesto de pendenciero ocasional. Al final, tras un inicial empate prevalecieron la alegre juventud y la envergadura sobre el valor y la furia española, como siempre. Aunque el chicharrero también se llevó lo suyo porque el escultor, como ejercitado con el escoplo y el martillo tampoco era manco—a la postre, el ganso del macarra le propinó un corner en los riñones y un penalti en las partes húmedas que le tuvo unos días sin esculpir, cargando las pilas y rumiando animoso el desquite en que le tocó guardar cama al Chicha una semana.


El Triángulo
También de cornucopias y consentidos, mecenazgos y conflictos de honor, trata la historia triangular de un cardiólogo de guante blanco y dos golondrinos venidos de Godilandia.
Un invierno soleado de los años setenta, llegaron al Parque dos coleguitas del rollo, El Bongo Catalino y su periquita La sueca de los collares.
En el buen tiempo se habían buscado la vida en las ferias del centro de Francia y luego en las vendimias del Midi.
Antes se habían dado un homenaje por Italia viendo el arte grande y por quitarse de encima una pasta gansa que se les vino a las manos en Ámsterdam, donde un caballero del sistema se les colgó del mogollón de costo, y despertó un día desnudo como los hijos de la mar.
De las vendimias de Francia, el autostop les llevó a la Costa del Sol donde en Marbella y Torremolinos habían oído se daba fácil el triángulo del burgués forrado y la pareja hippiosa.
En Marbella no ataban los perros con longaniza y salieron del atolladero gracias a un señorito muy fino y acollarado con el que fue asaz complaciente el Bongo Catalino. El señorito de la crema, en justa correspondencia les costeó el pasaje de Cádiz a Canarias.
El pasota catalino, naturista y ecologista, taleguero y flipado por la música contracultural, empezó su vida de laburo, como currante alienado en Sabadell, pero le cogió el ramalazo de la Movida y el Rollo, abrió los ojos con la fumata, se pegó unos viajes de ácido con unos underground, le dijo adiós al curro de mover la manivela en el telar de una empresa textil y se inició en la vida del carril y del paso. Un: día de camello y el otro de chapero, ya descuidando bugas o llevándoselo de los grandes almacenes, como todos los bus-cantes del talego que al final lo encuentran.
Pasó tras cumplir condena, por el mundo del colectivo de granja payesa, pasoterío de ocupas reciclados en hortelanos ecologistas, mas impacientes por los progresos de las matas de kifi, que por regar y escardar papas y cebollinos.
Allí aprendió a sentarse a lo yogui con los talones en las ingles y a tocar el bongo africano y la flauta de los Andes y a vestirse muy suyo. Pañuelo de pirata en la frente, pantuflas árabes por alares1, chaleco de mauro ansotano, arete en la oreja, un peluco de bolsillo y un racimo de dientes de tiburón, piedras de Mauritania, baracas moras, talismanes y otras zarandajas en el cuello, bastes y muñecas, tobillos y chaleco: bazar semoviente para el trueque y el embeleque, la venta y el ornato personal.
Eso le pasaba ya en las Ramblas de Barcelona, incorporado a una tribu pasota con mucha música y quincallas, principios hippis, con chorbas2 del paso escapadas del sistema, del padre o del marido, pasantes del parche de terraza en terraza, en paseos y concurrencias.
Dejando Barcelona, la tribu se hizo todas las chardas3 mayores de España, durmiendo en los pisos francos de la gente del Rollo o en las vaguadas cercanas a los feriales, en parques o en las riberas de los ríos.
El Catalino4 en la feria de Sevilla habría caído en bigamia con dos pibitas de la movida, la una, la Manoli, madriles de poca alzada, embarazada de dios sabe quien, y la otra, la Loli, murciana resabiada de la medicina tradicional, sanada de jaquecas, tensiones nerviosas y matungueras5 de estómago, cuando mandó a freír espárragos a su marido, abriéndose de pira con la gente de la Movida.
El trío se había medio apartado del centralismo tribal, tenían su propio estatuto y solo mantenían contactos esporá- dicos en los papeos colectivos al aire libre, pero si las cosasiban, se mandaban los tres solos ateniéndose a aquello de a papear donde hay pocos y a trabajar donde hay muchos.
Buscaban la vida mejor que peor vendiendo bisuta, musiqueando, bailando, y en un momento dado puteando solo un poquitín, un poquitín de nada.
Buscando nuevos pastos habían aterrizado en los carnavales de Tenerife, que es casi como decir los tenderetes de Río de Janeiro, pero más a mano. Allí, el Bongo Catalino se tropezó con la sueca de los collares bailando y brincando los dos detrás de una comparsa. Ella con las maracas y el nota con el bongo… él con máscara de negro antillano, ella, con carátula de bruja del medievo.
Se fumaron una mierdecita juntos y lo que empezó dándose el boquino, enmascarados, acabó en morreos de verdad, caretas fuera y bragas abajo al amparo de un portal.
Degustaron sus respectivos encantos y pensando en repetirlos con mucho aprovechamiento el catalán dejó colgadas a sus dos chorbas, Manoli, la que se decía hija del director de una entidad bancaria en Madrid, y Rosi, la murciana que no se decía nada.
Y así, el nota, se abrió con su nueva historia a la isla de la Palma, entonces pregonada como tierra de promisión de hippies alemanes. Allí buscando con el bongo y la flauta, pasando la piedra y la hierba del costo y puliendo la bisuta ful, pronto se les hizo pequeña la isla y apuradamente, vendiendo la quincalla, el bongo y la flauta y algún momento de los gozosos encantos de la sueca, pudieron embarcar para Godilandia. Se llegaron a Pamplona, vísperas de los Sanfermines y la frika se soltó en alicatar los nombres de la gente en alambre de alpaca, que empezaban a llevarse mucho.
La sueca frika eran veinte años de pujanza bien parida, acais verdes, dientes armoniosos, las domingas, duras y valientes, cerriles al sujetador, la buena silla de montar, en sin bragas, al uso hippie, con enaguas ibicencas casi hasta los pies, calzados con guarachas.
Oveja negra, aunque de padres bien nacidos, formó con el Catalino, que así les decían entonces en caliente a los catalanes, una pareja chachi7.
Los dos creían en el destino y en que Dios que vela por los pajarillos, también lo hace por los que van por el mundo a la buena o mala ventura, sin casa y sin hogar, sin un buen currelo, sin seguros sociales y sin tarjetas de crédito, más desprotegidos que los gitanos, sin carro de Manolo Escobar, y solo con el caballo de San Fernando, un rato a pie y otro andando.
Los dos, aficionados a la música y al adorno personal, a ponerse cena con un canuto de entrante y un feliciano8 de postre del pobre a falta de algo más sólido.
Disentían algo en lo moral Era más opinión del catalino, que el que busca no encuentra pero le encuentran, y creía que el que va por lana sale trasquilado. Pensaba que lo chachi es ir con tu registro, de legal por el mundo, sin segundas intenciones, hasta que la providencia te ponga una historia bonita a punto de caramelo, que puedas decir:
"Me lo llevo porque me lo manda Dios," que siempre es más católico que la chulada de "me lo llevo porque es mío".
Como la verdad de la vida es el eterno retorno que cantó Federico, pasado el buen tiempo por Europa, como se cuenta al comenzar esta verdadera historia, volvieron a Canarias gracias a la providencia del señorito de Marbella, y estando ya en puertas la Navidad, el parque rebosaba personal: Marineros con la extraordinaria, libando sin parar, chonis gays aquerenciándose al sol como girasoles, guiris acosadas por el rijoso astro rey.
En las terrazas del parque ni un velador libre, mucho belingo y más tanganazos, y de pronto el destino va y les pone una historia bonita y redonda a pedir de boca, nada raro con una rubia con tanta clase como la sueca de los collares.
Vacilando con sus bisutas por los veladores la salió uncliente al por mayor: un caballero colocado de whisky etiqueta negra, cardiólogo prestigioso con ricas propiedades agrícolas en Mogán y un palacete de ensueño en Ciudad Jardín a un tiro de piedra del Parque. Andaba de señorito, con el síndrome del separado, y ramalazos de frustado hippie que se bureó en París en mayo del sesenta y ocho, y que cuando caía por el Parque se lo montaba en plan intelectual eslavo fajándose en enconadas partidas de ajedrez, igual con un ruso, que con un hindú, con un rioplatense o un golfo del Polvorín, más a medida que trasegaba sus piscos y se enralaba, acababa en los tugurios de Ripoche entre el embullo apicarado de la maraña callejera, o integrándose en los belingos de los hippies del parque, a compartir los chupetones del canuto, haciéndose perdonar el uniforme de burgués, el rasurado filomatic, la discreta barriguilla del buen yantar, la infamante corbata de seda, los zapatos italianos y el rolex de oro en la zurda, poniendo lo único, que no es poco, que a falta de otras habilidades tenía en abundancia: la tela marinera.
La sueca de los collares iba de castiza de mucho cuidado, cantidad más embalada que el Catalino, al que difu-minaba con su personalidad y pechonalidad. Era templada porque sí, tenía la misma mala sangre aventurera de los que van al banco con recortadas a llevarse los montones, más que por codiciosos, por el amor malsano al riesgo, aunque sea ruin, para luego quemar la pasta en bingos y barras, rayas y tenderetes. Era lo que se dice en caliente: un peligro pa la humanidad.
A la sueca de los collares la habían salido al paso en la vida muchas historias bonitas y como no hay dos sin tres estaba en los preámbulos de otra.
Al doctor de Ciudad Jardín le había dado por el yoga, la acupuntura, el ecologismo y hasta para andar por casa se vestía con albornoces orientales y encendía pebeteros de incienso para hacerse un porro oyendo en una cassette “El Condor pasa”.
El doctor generoso se interesó al saber que la sueca llevaba dos días de Gandhi, solo de porros y notas musicales, y puso nevera, casa y cama, a su disposición. Ella le presentó al Bongo, como colega sin compromiso y este como muy puesto le siguió el rollo de la acupuntura, de la que también era forofo, del masaje terapéutico y de las dietas macrobióticas, vegetarianas e hipocalóricas, que los dos pasotas practicaban sin demasiado entusiasmo.
A los dos matadillos les afligía la magua en los riñones de hacer las cosas del querer en el santo suelo y el doctor les propuso un buen masaje oriental de digitopuntura, un baño de vapor y una cena macrobiótica pero con buen vino del Monte de Tafira, un coñac francés para pasar la cena y luego una sesión chachi de música rock pasando por la andina y de monasterio camboyano, un poco de flamenco y de postre Bob Dylan y Miguel Ríos.
El catalán, como el médico iba de lo que iba, vio claro que tenía que ingresar también por la Astrología y todo el rollo del Zodiaco, así que se sacó, a saber de donde, la baraja del Tarot y miró las estrellas desde el cenador del jardín. El médico también ingresaba de astrólogo.
El Catalino destapó una platina y le arrimó a la chopa una piedra negra que cantaba a gloría. El doctor no le sacaba al cheiro cual era su gracia.
— Es negro afgano, —dijo su invitado— del que ya no queda por el mundo, del chachi de verdad. Esta noche nos lo hacemos a gusto.
En la mansión del doctor pasaban los días, con la pareja de invitados a mesa y mantel, el Bongo siempre colocadísimo compartiendo las comunes aficiones de ecología, naturismo y yoga en revistas y libros de la nutrida biblioteca del burgués, o mirando las estrellas en su telescopio de astrónomo, intercambiándose conocimientos, ideas y apreciaciones, flipándose como troncos de la misma boquilla y dejándose ver que no iba de marido calderoniano por la vida pues el terapeuta para los ensayos de digitopuntura había olvidado el muñeco natural y ya se apañaba con el cuerpo diez de la periquita que pasaba de todo y se dejaba hacer. Todo por la ciencia.
A la penumbra de una vela, tumbada en el diván, coloqueta y soñadora, en pelota picada, escuchando “El Condor pasa” aguantaba una hora o dos de masaje y digitopuntura, lo que la basca llama metida de mano o lote padre.
Y como en todos los eventos, se aceleró el desenlace y mientras el batidor del bongo se abría para dar cuartelillo y no hacer mala sombra; el generoso doctor pasaba suavemente de la digitopuntura a la más emotiva pijitopuntura, y del masaje terapéutico al follaje meteórico y a la mañana apareció la historia guapa. Con tantas emociones, el cardiólogo buscando un condoncillo se dejó abierto un comodín donde guardaba la tela marinera, lo que se dice un pastón, tarjetas de crédito, cheques, colorao del bueno en pelucos y pulseras, hasta piedras,¡ menudo mogollón.!
La sueca de los collares se lo montó de abuten9, por derecho, en.una pausa amatoria. Mientras el doctor giñaba sin prisa como cualquier mortal, ella se alejaba con el botín a encontrar a su chorbo donde solía, y ya juntos dispusieron continuar la historia, y cambiando de pelaje y vestiduras volaron a Madrid que es la corte, a vaciar rápido las tarjetas y convertir el oro y los cheques en moni, moni, y luego a Suecia, a lo mismo, con su filantrópica filosofía para con los instalados confortablemente en el sistema.
Desde Suecia el doctor recibió una postal con renos y nieve donde leyó:
“Querido Don Hilarión, —que así le decían ellos por lo de la verbena de la Paloma— queremos presentar nuestras excusas por este final imprevisto, después de haber compartido amistad y darte un poco de nuestra vida y nuestra honrilla. Tú mismo decías que te lo pasabas muy bien, si hasta la metiste en caliente y todo. Como no tenemos dondecaernos muertos nos hemos prestado un poco de tu capital y tus caprichos con la intención de devolvértelo cuando nos vaya mejor. A nosotros nos permitirá seguir con nuestros planes y realizar algunas de nuestras ilusiones: comprarnos nuevos instrumentos musicales como artistas que somos, para ti eso no supone nada, con las fincas, las casas y los chaleses que tienes y la mina de oro del consultorio. Todo en la vida tiene su principio y su fin y nosotros nos teníamos que abrir y acabar ya con el papel de la putilla y el cabroncete. Salud, suerte y hasta la próxima en que recuperarás lo tuyo, y más ojo para que en situaciones parecidas nuestra lección te sirva de aviso de pecadores.”
Y firmaban: “Catalino y Erika con amor.”
Iba a romperla mosqueadísimo, a pesar de que siempre que se acercaba a los mundillos extraburgueses, como el decía, le pasaban efemérides similares, lo que algunos colegas del Parque definían con un: le va la marcha. Luego lo pensó mejor y decidió guardar la postal como un testimonio que diera fe de su aventura cuando la contara a su modo en su tertulia nocturna en Catalina Park: con incontables encontronazos sexuales con la sueca.

1. pantalones; 2. muchacha joven de estatus bajo; 3. ferias;4. en caló, catalán; 5. dolores de estómago, en canario rural;6. estupendo; 7. polvo, coyunda; 8. muy bien.



Las tribulaciones de un sindi
Dos de los contrincantes que le ganaban al cardiólogo del triángulo las partidas de ajedrez también merecen salir de bureo en las historias soñadas por Pepe el limpiabotas, pues que también disputaron con él reñidas partidas de ajedrez.
Durante muchos años, en los veladores de Vargas, el fotógrafo y ameritado animador del parque, cuyas fotos de Lolita andan por medio mundo, destacó y sobresalió, tanto por su destreza profesional en los jaque mate como por su estatura de dos metros un argentino de cuyo nombre no quiero acordarme, y en sentido contrario, por dar también jaques mate a los más avezados ajedrecistas, con poco más de metro y medio de envergadura vertical, un hindú, doble de Gandhi, antiparras de intelectual profundo, reencarnación bonsai de Groucho Marx: el sindi Ibú, trapichero al por menor de gafas de sol de pacotilla, submecheros de dudosa reputación, pelucos1 con el síndrome de fatiga crónica….
El comerciante Ibú no tenía la suerte de cara, era culto en lo que cabe, parloteaba inglés del bueno, ganaba prestigio al ajedrez y cervezas a los chinos, y contaba con muchos amigos canarios, pero en la comunidad hindú no le ajuntaban demasiado.
Por lo visto, se jugaba las perras al envite con burlangas2 nativos y le camelaban las corridas de toros por televisión. Por si fuera poco, había huido de una boda apalabrada por sus padres desde su tierna infancia: una gordita morena de sari verde y frondosas patillas flamencas, había volado desde Bombay para nada. Su prometido prefería irse con las cervezas rubias, que por cierto con tres cañas ya no era hombre—lo atribuía a la condición de abstemios de sus antepasados—y aunque lo intentaba, nunca pudo emular la resistencia al trago de sus admirados compadres canariones
. Si, se volvía en cambio, patoso y, largaba lo que no sedebe, acarreándole algún cachetón que otro, y salidas de bar a paso ligero.
Él, recelaba que su cuñado y su madre, propietarios de un bazar en el Sur, no queriéndole ver ni en pintura, pagaban a alguna bruja o hechicero, no por limpiarle el aura, sino para a base de magia negra, acarrearle ruina, perdición...o muerte.
No era para menos, ya le había pasado varias veces, ir de bar en bar ofreciendo sus artículos y, en puro distraído, decirle al parroquiano de al lado:
—Pruébate estas gafas de sol, mi niño, buenas, bonitas y baratas, te las dejo a precio de coste porque me caes bien. Y resultar el niño, un uniformado y bigotudo sargento de municipales o mas peligroso aún, un duro madero de servicio. El despiste de origen etílico se traducía en decomiso de mercancía, multa y detección de su condición ilegal y sin papeles, con los consiguientes trámites con miras a un viaje gratis y sin retorno al Indostán, traducido en precipitadas migraciones a la playa del Inglés por borrar pistas entre la multitud.
Todo lo achacaba a que, madre y cuñado, no le perdonaban su turbia afición al arte de Cúchares, al bureo y solaz platónico en barras americanas, su jugarse las birras a los chinos, vaguear lo suyo y juntarse con católicos. En dos palabras: su transculturación fragante y rampante.
Ibú, se daba sus homenajes, cuando conseguía buenas ventas al por mayor, no faltaba de vez en cuando algún comerciante tolete que cargaba con un lote de relojes oxidados pasados de fecha y de todo. Entonces se pegaba días enteros mandándoles moni a las tragaperras, unas veces ganando y más perdiendo, hasta acabar ajumado de cerveza, avistado por el Dúo dinámico, dos argelinos que le consideraban un buen cliente a la hora de desplumarle lo que le quedara; un muy buen cliente porque por irregular, no denunciaba, y tampoco tiraba de picona ni la emprendía a patadas de karateka o mordiscos de jabalí como un coreano fiera.
Ibú, bachiller por Bombay, inglés de primera, agente comercial, gran ajedrecista, amigo de lecturas varias y amenas conversaciones sobre todo lo divino y humano, tras treinta años de vivir en las islas no acababa de entender a sus coleguitas canariones. Le parecían por veces, desaforados, vociferantes, forofos del fútbol, a tope de decibelios, mujeriegos de escandinavas, presumidos aparentadores de perras en el calcetín, inclinados a darse el pisto con el coche guay… de otro. Opinaba:
—Joder, niños, si mis paisanos sindis no se lo acaban de creer, como cualquier matao se manda un mal whisky por presumir en un local caro, al coste que a un hindú le llega pa un mes una botella de etiqueta negra, tranquilito, viendo la tele, en su casa, que como decís vosotros, os tirais los pedos más altos que el culo, niños.
Les veía sanos y un poco totorotas, como colegiales, sin las retorcidas mañas de su raza—él vivía de hacerles el pasteleo—pero imprevisiblemente fieros y malos perdedores y puestos en birra o en ron, resarcirse de una negra a piñazos y cachetones, como ya había comprobado en sus carnes pecadoras.
Las discusiones metafísicas y teológicas con sus cole-gas, discretos intelectuales de barra —en Las Palmas, según él, todos lo eran—le abrían a un mundo de ideas disparatadamente jocoso.
Lo de abrirse del Purgatorio poniendo fianza, como se sale del trullo, le daba una imagen del coeficiente intelectual del país nada halagüeña. Lo que más le hilarizaba y, por lo saludable de la risa, sacaba a relucir con frecuencia, era el dogma del Limbo, para él:
—Eso, que queréis que os diga, no deja de ser una especie de guardería infantil donde también admiten a los que ustedes llaman toletes, a los discapacitados del coco, y a los puretillas con el Alzheimer ese que se ha puesto de moda.
¿Qué alegres risas, que regocijo placentero le producían sus católicos polemistas intentando aclararle tales principios del dogma, alumbrados de teología etílica? El infierno, como eterno castigo por una breve y humilde paja, le amedrentaba de pronto como una especie de cadena perpetua a las llamas. Aunque luego le tranquilizaba el que al no ser católico no le atañía.
Hilaridad sana le inducía, el que pagando la bula de la Santa Cruzada con la firma del Santo Padre de Roma, comer carne no fuera pecado, y mas hilaridad, cuando le contaban que antaño, a muchos buenos cristianos les acontecía como al "hidalgo de Fuenlabrada, que vendió el caballo para comprar la cebada" o como decía un peninsular cazurro de León como "al sacristán de Villamulas que empeñó los chorizos para pagarse las bulas." Tales buenos cristianos gastaban sus pocos dineros en el diploma papal y luego no les alcanzaba para una miaja de carne.
A Ibú, de familia vegetariana quizá por motivaciones hinduistas de respeto a la vida animal y sobre todo poquísima liquidez—aunque él como renegado no se echaba atrás delante de un chorizo de Teror—a Ibú, le hilarizaba que untando al clero, el pecado de la carne, dejara de serlo.
También, el que para celebrar la primera hostia que te dan en la vida, preludio de muchas otras, toda la tribu lo festejara, de belingo en restaurantes de postín con grandes ágapes, mazurca colectiva incluida, con los varones más revoltosos de la tribu, celebrándolo como una despedida de soltero, cerrando para ellos solitos una barra americana donde darse gustirrinín.
El que se encarnara en un ave, la energía celestial que hiciera madre a la Virgen, le parecía el colmo del surrealismo, ante la sorpresa de sus troncos apostólicos-alcohólicos-romanos, a los que el ingenuo Ibú les parecía con tales disquisiciones un abominable coleguita de Belcebú.
Y es que la percepción de los dogmas y valores de culturas diferentes es tan radicalmente distinta y antagónica que cuando Ibú dejaba caer que las corridas de toros, para grupos radicales hindús eran un deicidio sacrílego de consecuencias imprevisibles para la humanidad, la hilaridad de sus oponentes dialécticos era aún mayor.
Tanta como cuando contaba que, de pibito en Indonesia, murió su padre, y tras flambear su cadáver en la pira sagrada y mandar por correo certificado sus cenizas a los familiares de la India para que las arrojaran al Ganges Sagrado, a los pocos días, papeando con su madre y hermanos el consabido arroz al curry; una ratita blanca y negra, como vaca de leche, apareció en la puerta muy decidida y como quien sabe el camino cruzó el comedor, luego un patio ajardinado y llegando al dormitorio se subió a la cama matrimonial y allí reposó el cuerpo un buen rato, la cabecita reclinada en el almohadón. Su madre, con unción religiosa les dijo:
"No os movais, no la asusteis que es papá atraído por el recuerdo de sus tiempos de vividor, que vuelve al dulce hogar."
Al rato, la ratita se bajó del lecho y se fue perdiéndose entre los matorrales cercanos a la casa a seguir su nuevo destino de roedor blanquinegro.
Las lágrimas humedecían los rostros de los comedores de curry emocionados ante la evidencia del milagro. Esta última historia familiar que solo contaba a los colegas de birra de mucha confianza, respetuosos en su presencia, a sus espaldas desataba chistes y ocurrencias aún mas hilarantes que las que la historias del Limbo inducían a Ibú.
Tan diferentes mitologías generan geografías y culturas diferentes y lejanas y tanto influyen en el destino de los hombres que Ibú y su sino no fueron ajenos a su influjo.
Al fin, el ajedrecista procedente de una cultura donde según él los intocables eran menos que un insecto o un ratón, y donde los que no tienen donde caerse muertos se juntaban a expirar en las estaciones del tren ante la indiferencia general… un país donde contaba:
—Allí en Bombay y en Calcuta cuando yo era chinijo se anunciaban en la prensa en las ofertas de empleo los vendedores de sangre, de riñones y otras vísceras de casquería, y se daba por hecho que había remotas aldeas donde él que no ha vendido un riñón es un paria que no tiene lo que hay que tener como dicen ustedes, además todos nos creíamos el rumor sobre mafias de desguazadores de cuerpos vivos o muertos para suministrar repuestos a la carrocería carnal de los millonarios americanos… que por cierto también hay aquí drogotas que enseñan la cicatriz de haberles sacao un riñón aprovechando su estado soporífero….
Toda esa mitología cultural mamada en su infancia y adolescencia, que en occidente se insinúa en las llamadas leyendas urbanas; le jugó una mala pasada. Ibú fumaba tres paquetes de rubio al día, andaba lo mínimo, solo papeaba casquería de pollo al curry con arroz, cocinado con aceite de palma o de coco, cuando papeaba.
Vivía estresado por motivos varios, entre otros, su virginidad a los cincuenta tacos. Nunca fue galán y le amedrentaba el cuerpo a cuerpo con las putas desde que una callejera de playa del Inglés, de voz dulcísima y contoneo grande le contrató por mil pelas de entonces, un revolcón en su nicho de amor cutre en Los Molinos.
Allá fue nuestro hombre dispuesto a perder el virgo de una puta vez. En el nicho de amor de la putita, el Pequeño Gandhi—que así le decían algunos—se empelotó muy nervioso como novato y canica a la vez. Lo mismo hizo la putita grandaza que le sacaba medio metro. Todo iba a las oscuras pues por primeriza le suplicaba.
—No des la luz mi amor que me muero de vergüenza, que de tan novata en buscarme la vida soy muy vergonzosa y muy mirada. Empezaron los torpes tocamientos y los encontronazos. Ibú aunque inexperto, tentó partes corporales que le desconcertaron y alargando el brazo a traición, dio la luz.
Mucho le sobresaltó que la Kati tenía un colgante desmedido… más le tranquilizó con un argumento muy cabal:
— Mi niño, esto del clítoris tan desarrollao me viene de familia, de mi mama y de mi güela, tampoco es para tanto que en la misma tele sale que las hienas... también gastan una pepitilla que a su lao mi menda nada.
De nada valieron esas argumentaciones a lo Felix de la Fuente cuando el clítoris despertó y se levantó hasta el ombligo con porte amedrentador y a la puta grandaza se le puso la voz ronca y le dijo.
—Pues si, acabáramos, si te digo te engaño, soy una maricona, pero también un tío con un par, y tu no te me escapas… Ibú se vio de pronto, virgen por delante y mártir por detrás como San Cleofás, y dispuesto a impedirlo, sacando del bolso del pantalón una navajilla se aprestó a vender cara su honra.
La grandaza se asustó y después de todo, como ya había trincado la pasta de la ocupación, le dejó huir por el pasillo con la ropa y los zapatos en la mano como un Alfredo Landa de la acera de enfrente. Tal panorama de peligrosa ambigüedad le seguía retrasando a sus más de cincuenta tacos el desfloramiento y la iniciación viril.
Estrés también le causaba la magia negra de su familia contra él, la ludopatía que le avocaba a veces a noches al sereno por falta de liquidez, la paranoia de que los señores de extranjería le engancharan de una vez por todas, y lo deportaran definitivamente para Calcuta.
El tabaco, el estrés y los sobresaltos derivaron en una angina de pecho de las llamadas de esfuerzo del contemplador de escaparates: Iba caminando lentamente con su bolsa llena de gafas y encendedores y le venía el dolor en el pecho. Se paraba a mirar un escaparate y al poco se le pasaba y así demoraba ir por su pié a un ambulatorio por si dejaba huellas y daba pistas a los maderos de extranjería. No quería pero lo llevaron; le dio un infarto de infarto en el coche del Al-Bani, un paisano ruin de Cachemira que se ganaba la vida o la bebida—que era lo mismo—pirateando portes a los mercadilleros peatonales.
Al-Bani haciendo eses etílicas condujo su vehículo al Negrín, ingresando el infartado en cuidados intensivos. Le conectaron al oxígeno, le metieron anticoagulantes y sueros: sintrones y digitales, betabloqueantes y heparinas.Le condecoraron el pecho de parches conectados a desfibriladores, electros y coronografías.
Con los más modernos dispositivos de intervención cardiovascular le metieron un sten para desatascarle la aorta y como preludio del desguace, le extirparon una arteria del culo y se la pusieron de by-pass en la víscera cardiaca.
Al cabo de días abrió los ojos en un cuarto de cuatro camas. Aturdido y sedado, pero ya consciente y oliendo a desinfectantes, se encontró frente a él a un pintor del Parque competidor de ajedrez, un catalán que había heredado de su padre, natural de Jaén, el nombrete de Chulo de Madrid, en los papeles Salvador Infante de las Navas. También el corazón le había jugado una mala pasada, complicada con abundantes hemorragias, consecuencia de la cirrosis etílica.
Le estaban poniendo una transfusión doble, en los dos brazuelos, levantados en pose de crucificado. Cuando con la sangre nueva se le enderezó la cabeza, aunque asirocado, vió enfrente al hindú y empezó a reconocerlo a medias.
—¿Usted no será un indio, que gana siempre al ajedrez? El campeón del jaque mate también nublado respondió.
—¿Y tu no serás el pintor del Parque, Salva, el que te hincas los rones en la Viuda? Los dos celebraron encontrarse vivitos y coleando, aunque poco, en lugar tan peligroso para la salud.
Cuando el chulo de Madrid, viró la vista hacia la izquierda, se encontró encamado a otro elemento conocido de la calle: el Pena, también muy devoto de Baco, ronero y andaluz, ocupa de barcas de la Puntilla o de las cuarterías de la playa del Inglés. Aunque afónico se le entendía.
—Coño, pichas, que nos conocemos tos de darle al moyate, a mi me han traído aquí a la fuerza, quillo, por meterme en lo que no me llaman, un joputa abusaor me ofreció un ajuste, sacar los escombros de una obra; con razón dicen lo de ¡el trabajo es sagrao, no tocarlo! y que, si el tra-bajo es salud, viva la tuberculosis. Joder con la salud. Del esfuerzo me ha dado el matarile, que de esta no sargo.
En la otra cama, muy puesto, se solazaba con el reposo un retórico napolitano con pedigrí, venido a las islas de pizzero mayor del reino. De los cuatro era el veterano campeón en tales lides, y se ufanaba de ello, frente a los tres reclutas
—Yo soy multo fortísimo, superviviente chinco tiempos a chinco infartos y no me asusto niante, esto para mí es como un recreo di reposo en un balneario de lujo.
Los cuatro pasaban el día en amigables y amenas conversaciones. El primero que se calló fue el italiano charlatán. Le sacaron al pobre con los pies por delante, con viuda plañidera y todo dando el cante.
Ibú, aunque bien atendido, no las tenía todas consigo. Sus creencias le predisponían a comerse el tarro con amargas conjeturas sobre un final siniestro. Así lo manifestó a su colega Al-Bani, cuando vino a visitarle.
—Yo soy ilegal, sin papeles, oficialmente no existo, niño, y encima valgo un montón de pasta. Seguro que mi corazón no sirve para repuestos, pero, que me dices, los riñones, los pulmones, el higadillo, el páncreas, y los testículos, que vaya que si valen, están como nuevos, y no digamos el cerebro que le tengo como quien dice como el del chiste de los gomeros, en sin estrenar; aunque tengo leído que si bien solo en China los desguaces están a la orden del día, organizados por el gobierno, en Occidente se dan lo suyo también con ilegales y toxicómanos y en la misma América, en Nueva York que lo he visto en películas.
Además, en su ausencia de principios cristianos le parecía lo más natural del mundo. Por eso no pegaba ojo—siempre alerta—escupía las pastillas por si le anestesiaban para facilitar el operativo, y cuando se sintió un tanto recuperado, aprovechando la noche y que los compañeros de cuarto dormitaban, y no merodeaban celadores y enfermeras, en pijama, y con el pecho lleno de condecoraciones de ventosas engomadas de los cardiocontroles; hecho un robocok de cine, huyó, yendo a pedir asilo político a la infravivienda de su nada recomendable tronco Al-Bani, un cutrísimo y destartalado inframódulo comercial, apestoso a orines y vomitinas rancias, ocupado por el sistema de patada en el cancel. Al-Bani, antiguo galán de nórdicas en tiempos mejores, el sikh de los sagrados pelambres nazarenos y el turbante rojo, le recriminó su conducta desatinada, pero la aceptó por los beneficios, cuando oyó:
—Niño, tu tranqui, vale, tu me escondes aquí en tu chupano y yo te cedo la merca pa que la des salida por las recovas y lo que saques pa ti.
A las tres semanas, otra vez fumando dos paquetes, malcomiendo y maldurmiendo en la jedionda mansión del AlBani, le repitió el infarto: vuelta al hospital, superación de la crisis, recuperación de fuerzas, paranoia del desguace y segunda salida de Don Gandhi de la Marcha a campo abierto.
Esta vez como mas perito, abrió el armario donde guardaba su ropa y zapatos, se vistió y salió tranquilo, como uno más del personal sanitario; feliz de haberse dado de alta por su cuenta sin esperar a lo peor.
Llevaba las recetas precisas para convalecer a su aire. A la semana ya canqueaba sin ahogaderas, de visitador por los bazares a los que surtía de baratijas, papeaba arroz hervido y verduras con aceite de oliva, y sin sal, bebía agua de Teror y fumaba menos, pero dicen que a la tercera va la vencida.
Un día, en el renqueante fotingo de Al-Bani, distribuyendo mercancía, bajó este con un pedido de gafas de sol y Ibú se quedó en el buga, para su mal, otra vez fumando hondo hasta el fondo, sin atender a las recriminaciones de su colega. Cuando Al- Bani volvió, le encontró tieso, más, como el murciélago, sin soltar el cigarro del boquino. El Bachi arrancó para el hospital, sin mucha prisa que digamos, viéndose ya príncipe heredero de fruslerías y quincallas, y ya no hubo tercera fuga, pues ingresó fiambre.

1. relojes; 2. jugadores.
El Doctor Quíquere sanando las purgaciones al Sevilla
por electromagnetismo


El sanador filantrópico
Un contrincante de ajedrez que trató a Ibú sus trastornos cardiovasculares y su adicción al tabaco a base de pases de electromagnetismo fue el doctor alternativo El Quíquere, exregentador de un puesto de carnicería en el mercado de abastos. Ya jubileta, solía jugar sus partidas a donde Vargas, el fotógrafo de medio siglo de parque, y cambiar diálogos y sobre todo monólogos en aquel mentidero permanente de alegres desocupados.
El Quíquere, ya de antes de echar el cierre a su negocio, y dejándose llevar de sus inclinaciones, que no eran otras que hacer el bien a todo prójimo que se dejara, había abierto en un piso de la calle la Naval un consultorio de médico alternativo, que lo bueno que tiene es que no hay que ir a la facultad a titularse.
En un piso grande, la sala de espera, reflejaba mucho y bueno de la orientación sociopolítica del doctor. Enmarcados con mucho fundamento colgaban de la pared grandes retratos de Franco, de Hitler y de Pío XII, todos con dedicatoria, aunque para un mediano observador se diría que la letra era de uno de los tres… ¿de Hitler?... ¿del Papa?.. ¿del otro?... ¿del Quíquere? A nivel más modesto, un simple póster plastificado mostraba la estampa marcial de uno de sus héroes de actualidad, con majestuoso, formidable bigotazo y tocado, como caballero cubierto, con un tricornio.
Y dice mucho y bueno también sobre el protagonista de esta historia cierto parecido con un general mitológico de la época legendaria del Guerrero del Antifaz con apellido de moneda francesa anterior al euro.
El Quíquere, compaginaba sin pegas la ilusión de sanar a la humanidad con la de sanear su cuenta corriente. Proclive en las tertulias del Parque a platicar sobre enfermedades y trastornos varios, nunca faltaba el tertuliano devorado por una úlcera pertinaz, el abrasado de los bronquios por los Kruger, el dudoso superviviente de un infarto, el menopáusico con problemas de encontrársela en momentos transcendentales, el invadido por la expansión adiposa hasta no poderse ver el instrumento, el baldado por la artrosis o el reuma, el amedrentado por la hipertensión maligna o corroído por el inasequible, más que malestar, malsentar de iracundas almorranas….
Esos tertulianos eran el objeto de interés sumo por parte del doctor alternativo, quien enseguida tiraba de tarjeta y les ofrecía gratis las primeras sesiónes de electromagnetismo, mano de santo que lo mismo valía para un roto que para un descosido.
Impresionaba mucho (a los primos se entiende) el que obraba en su poder un artilugio de una aleación metálica secreta, con la que el médico de cabecera de Hitler mantenía a este con más de cincuenta breges hecho un jabato. Contaba que la había adquirido de un alto funcionario nazi a su paso por Las Palmas camino de la Patagonia. Mitómano grande llegó a confidenciar a algún totorota que el mismo Hitler disfrazado de judío barbudo rumbo a las Pampas se lo había vendido en persona.
Probablemente se trataba de una broma o un timo, aprovechando la veneración irracional que sentía el emérito doctor por ciertos personajes con bigote. El primero que creía ciegamente en la milagrosa aleación era él, pasándoselo por el estómago, con notorio alivio apenas le agobiaba la matunguera de la úlcera, y mucho contribuyó a su autoestima la evidencia de las curaciones. Efecto placebo o no, algunos de sus pacientes posteriores aseguraban haber sanado de sus achaques merced, al inapreciable tratamiento de nuestro terapeuta: el marqués de Carabás, portero de cabaret aseguraba haber superado su adicción al wisqui gracias a los pases elctromagnéticos y además a un coste módico, a un buscavidas conocido como el Ballenato le había sanado de la bulimia, lo que le supuso un considerable ahorro en gastos de alimentación, al Pirulas, un macarra del Muelle Grande le había regulado el azúcar con el consiguiente incremento de la virilidad, a un tal Ramón, un extremeño al que la indigencia le había acarreado un principio de tisis en el pulmón cinco sesiones magnéticas y el dejar de fumar le habían devuelto la salud y además sin pagar un duro pues el Quíquere a los indigentes no les cobraba, así como a los poderosos les intentaba sonsacar en la factura. Todo eso le creó un aura de benefactor de la cual se sentía muy ufano. Y todo eso empezó
como una broma de desocupados para entretener el tiempo.
En el mentidero de las partidas de naipes al aire libre algún ocurrente, inspirado por las alusiones del quíquere a su artilugio metálico con poderes, planeó la farsa y el primer performance lo escenificó un andaluz en copas, el Sevilla, que jugando al ajedrez simuló caerse por el suelo como presa de un ataque de algo. Sus compinchados simulando súbita alarma llamaron al Quíquere que en prevención de situa-ciones inesperadas llevaba siempre consigo el hierro santo con la carga magnética de haber resobado los lomos del Fuhrer.
El Sevilla, tras gratificarse gratis con algunos masajes en diferentes partes del cuerpo, como muy chungo y vacilón se señalaba la bragueta con zumba.
— Picha, aquí tambié me duele, mi arma.
A su tiempo se incorporó gritando:
—Milagro, milagro, por la gloria de mi madre! Ni más ni menos lo que esperaba oír el Quíquere.
Desde entonces, durante varios años, todas las semanas trataba con éxito, bien un coma etílico, un cólico hepático, una crisis nerviosa, un ataque al corazón, una crisis asmática, una resaca, una jaqueca, un reúma, posiblemente más o menos fules por supuesto, pero coadyuvantes para que abriera su consultorio alternativo dispuesto a erradicar todas las enfermedades del mundo. Luego vino el pregón de sus sanaciones por los recuperados seguramente por el efecto placebo. Un día, un destacado ajedrecista orondo, con arrobas de baña, oyó contar al mismo Quíquere que sus pases magnéticos habían inducido una pérdida de peso muy saludable a sus pacientes obesos.
Como hay gordos que se apuntan a todo lo que salga en televisión, en las revistas, por Internet o en las farmacias prometiendo esbeltez y cinturita, y como prosperan acompañados—su señora daba en romana mas de cien y su unigénito de doce, pasaba de ochenta—a la vez galante y prevenido, fiel al eslogan de las damas primero, llevó a la suya al consultorio de la Naval, cauteloso por lo de las ondas radiactivas.
El Quíquere, tras desnudarla en una camilla y tantearle el body por los sitios mas despenseros, según tradición hipocrática—que tonto no era—exageró la gravedad del caso, la pesó, y añadió cinco kilos de mas en los datos clínicos, para así embaucarla con cinco menos para la próxima consulta. La recetó el régimen de la mantequilla de Soria:
—Puede comer toda la que le apetezca, verá como la quita el jilorio, pero no pruebe nada más. —También la aseguró— Mire usted, señora de Gordillo, todavía está a tiempo de evitar una irreparable pérdida, eso si, sin un mínimo de 10 sesiones magnéticas, a más tardar en un año o dos me temo que su familia la echará de menos.
El orondo seguía la evolución del caso muy atento y cauteloso, como los antiguos reyes esperaban la prueba del esclavo, para hincarle el diente a la pitanza.
Su paciente espera no le dio tiempo a comprobar nada. A los tres meses el Quíquere ya no se dejó ver más por el parque. Luego se supo que se mudó a residir más lejos. Al parecer se había establecido a lo grande en un adosado lujoso del cementerio de San Lázaro.


Los toreros de catalina park

El que en paz descanse, sindi Ibú, que entre partida y partida de ajedrez, camelado por la labia del Quíquere, se dejó bajar la plusvalía de la cartera con más eficacia que la tensión arterial, en los años 70, joven y recién llegado a la isla también se dejó sorprender por el arte de la tauromaquia con la súbita visión de tres matadores de toros haciendo el paseíllo por el parque. Luego jugó frecuentes partidas al chamelo con el que figuraba en los carteles ya como El Cabrero o como Cabrerito de Pucela, su instructor y guía en los principios y fundamentos que no deben faltar a un castizo aficionado. Y es que en los primeros años setenta Las Palmas se volvió artificialmente taurinosurrealista.

Se inauguró plaza de toros en el Tívoli, a la salida hacía el Sur y en consecuencia vinieron empresarios taurinos, toros y toreros. Entre estos últimos, José Mata, torero de cartel, canario además, de la Palma, muerto por asta de toro, y novilleros como El Troni y el Cabrerito.
A los tres se les vio repartiendo propaganda, vestidos de luces, en la esquina de Ripoche al Parque, cayéndole —esa postal de colmado andaluz— tan surrealista como a un Cristo dos pistolas.
Los tres fueron retratados por las cámaras de los turistas y acabaron en cinta, en el buen sentido… de video, y los tres dieron la nota—entre panderetera y cañí—en el ya abiga-rradísimo paisanaje urbano del parque.
Mata toreó con éxito en su tierra y luego—ya espada de cartel—murió destripado por un toro en una plaza de la Península cuando ya la gloria y la fortuna se rendían a sus pies.
El Troni, mejicano pizpireto a lo Minuto de Triana, el pelo, una catarata de flamencos caracoles, lidió novilladas en el Tívoli y en el Sur, con más arte que valor, y durante años dibujó buenas caricaturas y retratos, ambulante por el parque. En ocasiones, no de chalina y chambergo a lo Montmartre, sino en traje de luces, escenificando algo así como el dibujante-torero... después de todo ya triunfaba en los cosos el bombero-torero.
El tercero, Cabrerito de Pucela, se amigó de casualidad con los colegas del Papi—la versión de Lolita en masculino—mereciendo de ellos el alias de Cabroncete. Y el Papi de la famosa hamburguesería, más de cuatro noches, de recién llegado, canino y boqueras, le mató el jilorio convidándole a perritos calientes.
El Cabrerito, empaque torero, hechuras entre Juan Belmonte y un Manolete venido a menos, con mucha escuela del foro, de maletilla y de feriante, camareta a veces en los mesones del Madrid antiguo, advirtió pronto posibilidades de promoción económica en la marabunta del Parque y alrededores.
En restaurantes modestos como el Jeremías, el Avión, el Camello… pedía el plato único: escudella catalana, acaso un rehogado de moros y cristianos, bien una ropa vieja, un pescadito con papas arrugadas o un arroz a la cubana, quizá una paellita,
Luego con ya los últimos relieves en el plato, se encaprichaba de un postre, y mientras hacían la comanda de este, se abría con el mayor empaque y naturalidad del mundo.
Si alguna vez le pillaban el renuncio, lamentaba su despiste y pagaba en plan señor con generosa propina de caballero. Así, con el registro del carpanta, mudando de restaurantes y rangos de camarero se pegó un año a la espera de lucirse en un cartel taurino.
Era tanta la afluencia de comensales, sobre todo a horas punta, tan generosas las cajas y las propinas, que aseguraba:
—En mi puta vida me he topado una feria tan fetén para montárselo con el registro del carpanta.
El de camarero ful también le resultaba chupao. En un santiamén se prendía la pajarita negra sobre la blanca camisa y cobraba la cuenta en un velador de libadores de whisky o de cava aliviándose en el laberinto de personal en disputa o aguardo por una mesa (tiempos de jauja).
Logró lidiar dos novilladas sin pena ni gloria. Una nube en un ojo, secuela de una cogida en el coso de las Ventas, le hacía burriciego, mala ayuda para visualizar bien los pases, eso decía.
Pero la nube no le impidió visualizar una cartera maletín en el catre de un inspector de hacienda viciosillo, y bien empaquetado y con aquel tesoro pleno de recibos fetén, se lo montó de ful y cobró los tributos del fisco en numerosos locales con diligencia de probo funcionario.
Después de triunfar en el parque con tales industrias, ya quemado el territorio, antes que lo atraparan, se quitó él de en medio rumbo a la playa del inglés donde abrían una plaza taurina de novilladas domingueras y de becerradas para disfrute de los chonis embestidos por inofensivos chotos lechales.
Al no salir adelante ni como novillero, ni como pro-fesor de tauromaquia para suecas, dio en imitar a un inglés que en el paseo del faro de Maspalomas con el registro de hombre estatua, dorado de purpurina, hacía ya de Neptuno o ya de Zeus jupiterino y le rebosaba el parche. Cabrerito de Pucela, marcando músculo, de túnica por sus partes, rostro y tórax maquillados de marmolína, ensayó una pose de estatua romana que por cierto le salía un poco torera.
El primer día, no mucho cayó en el plato, salvo un pico de peoneta—¿navideño regalo de reyes?—que después de todo, pulió a unos chapuzas y le puso cena.
El segundo, contadas perrillas, si, en cambio, una se-ñora pala. Aquello ya le pareció que iba con segundas, pero bueno, la pasó también a los chapuzas. Ya se veía de ferretero al por menor.
Otra noche desde su hieratismo de estatua que apenas respira ni parpadea, si cabe, más aperreado que darle al pico, sorprendió a unos galletones poniéndole un azadón junto al plato. La imagen cobró milagrosamente movimiento ante la sorpresa de los turistas que vieron que además era la estatua de un cabal soldado romano por la hostia que arreó a uno de los mataperros, rezagados del azadón.
El Cabrerito cayendo en que de escultor tampoco iba a hacer carrera se regresó a los madriles. Veinte años después volvió por el Parque hecho otro hombre, en plan señor, como viajante-representante de menaje de cocina para una reputada empresa y se encontró con viejos amigos, entre ellos el Papi el hippie legendario, la Lolita Pluma del género masculino.
¡Qué desengaño¡ Al Papi, no lo reconocía, el tiempo se había llevado sus grandes melenas acaracoladas, la navaja del barbero sus rotundas barbas de profeta, los compraventas de oro y los tirones de los chorizos su collera de trallas de colorao1 al cuello, sus estampadas camisas de seda, por defuera, a usanza ibicenca, tan floreadas, se habían tornado vaqueras cutres, su antigua y noble planta de galán guanche y discotequero desbordaba ahora el vientre de buda por la camisola desabrochada. Sus lustradísimos botines café con leche los suplantaban unas Adidas atufadas y viejas. En lugar de regentar su famosa hamburguesería, ahora, muy venido a menos, enfocaba a los turistas encandilándoles a la voz de: televisión, televisión, luego la diminuta foto de la polaroi instantánea intentaba vendérsela montada en un llavero, todo en plan cutre, y al igual que el Papi todo había cambiado…para peor.
Las maduras nórdicas, aves de invierno, que sentadas con sus gigolós componían ya antaño una estampa maternofilial, ahora, con el rostro desencantado de la maga Morgana posaban—como arrugadillos de la cuarta edad—de abuelitas de gigolós. ¿Acaso los vástagos de sus antiguos gigolós?
Tanta decadencia le entristeció con la dulce melodía interior de aquellos tangos que había bailado en las Cuevas agarrado a buenas carnes rubias, aquel tango que dice queveinte años no es nada… o el que canta:
"Volver con la frente marchita…"
Habían cambiado y no para bien, los nombres de las terrazas, salvo el emblemático e incombustible Derby. Se habían esfumado los antiguos, buenos camareros de raza. Ya no quedaban alegres y parranderos músicos, pintores bohemios, ni acróbatas, titiriteros o faquires. Los hippies se habían volatilizado. Lolita Pluma y Salvador, el mago del timple habían pasado a la historia.
En lugar de bandadas de garcetas nórdicas de dieciocho, vio como símbolo de una época nueva y más dramática las turbas de infelices morenos supervivientes de las pateras acampando como un ejército de desheredados sobre los parterres del parque y donde antes cantaban y bebían marineros de todos los mares y turistas de todos los paises solo vió otros africanos—tampoco muchos—siguiendo el fútbol en las teles del Central y del Derby y se recordó, cual compadrito de la Comparsita, de los tangos de Gardel, y de haber sido un gentilhombre cultivado habría podido evocar el ¿que se hizo de las damas de antaño? del enorme poeta golfo y francés Francisco Villón, por cierto, un rato largo más palanquín que él.

1. cadenas de oro.
Y Punto final…


Epílogo

El autor llegó a Catalina Park en el año 69, el momento álgido del turismo en Las Palmas y desarrollando su actividad como caricaturista en las terrazas fué testigo de las historias que se relatan en este libro.

Aquí, el autor parece realizar el sueño del maestro Pepe el limpiabotas: contar historias del Catalina Park, historias, entrañables unas, jocosas otras, patéticas algunas, evocadoras y nostálgicas siempre. Son historias sucedidas a lo largo del siglo pasado, especialmente en el periodo de esplendor de los años sesenta a los noventa. Alguna, como "La leyenda dorada de Lolita Plumas", galardonada el 25 de abril del año en curso con el primer premio al mejor relato individual en el XI Concurso "Rescatando la memoria" convocado por la Fundación Canaria MAPFRE GUANARTEME.
Son relatos que, contraviniendo el tópico literario, si son coincidencia con la realidad. Aunque la mayoría de los personajes están muertos o desaparecidos; a todos ellos les hacía ilusión salir en los papeles cuando el autor les dio cuenta del proyecto. Lolita Pluma, Pepe el limpiabotas, el Papi, el Alcalá, el Sordo, el Gato con Botas, Blancanieves y otros famosos figuran con sus nombres o alias, y algunos de común acuerdo con el autor viven su aventura con patronímico o sobrenombre diferente.